‘Hoy, 25 de febrero, lo enterramos”. Lo gritaba Reyna, la madre desesperada. Era como una fiera herida. “Fue un asesinato premeditado”, gemía y denunciaba. Ella era una mujer negra y humilde, como su hijo, un simple albañil que quería ser libre. Reyna quiso llevar a su hijo en brazos hasta el cementerio, acompañada por unos cuantos amigos consternados, todos demócratas de la oposición. No pudo. La policía política lo impidió. Siempre intimidando, castigando a la sociedad para que obedezca en silencio. Son los perros que cuidan al rebaño.
¡Pobres madres! Hace unas semanas moría en Cuba otra como ella, pero más vieja y blanca, Gloria Amaya. Tuvo tres hijos presos. A uno, Ariel Sigler Amaya, lo están matando por rebelde, como le sucedió a Orlando Zapata Tamayo. Entró en la cárcel pesando 90 kilos. Hoy pesa 50 y está en una silla de ruedas. Me dice su hermano que le queda poco. A doña Gloria, que era una ancianita frágil y diminuta, la policía política le rompió dos costillas de una patada en el pecho. Había protestado porque maltrataban a su hijo, preso político, y casi la matan a ella. Desde el suelo, retorcida de dolor, siguió pidiendo por su hijo. Y dice Raúl Castro que en Cuba no se tortura. ¡Mentiroso!
La muerte de Zapata Tamayo tiene tres consecuencias internas graves para la dictadura. Para los demócratas de la oposición, dentro del país, ese sacrificio refuerza un rasgo de nuestra cultura: la lealtad a los que dieron la vida no se traiciona nunca. Pero la sangre de Orlando tiene otro efecto interno. Avergüenza a los comunistas. Los desmoraliza y debilita. Los coloca en el bando de los asesinos. Hace unos años, cuando la policía política exterminó a 32 personas que intentaban huir del país a bordo del barco ‘13 de marzo’, la mayoría mujeres y niños, hubo militantes que abandonaron el Partido asqueados.
Fuera del país, este nuevo crimen galvaniza a los exiliados tras una causa justa. El día en que murió Orlando, esa fue la noticia más divulgada en Twitter. Los periódicos del mundo entero le dieron las primeras páginas a la triste información llegada de La Habana. Muchos telediarios comenzaron sus transmisiones contando lo sucedido. La imagen de la dictadura cayó por los suelos estrepitosamente y ese estruendo tuvo una honda repercusión política.
El aparato cubano de difamación, por supuesto, ya prepara su contraataque. Uno de sus peones menores comenzó por decir que quienes condenaban esta muerte horrenda vertían lágrimas de cocodrilo. Otros dirán que Zapata Tamayo era un delincuente o un terrorista al servicio de la CIA. Carecen de decencia. Dicen cualquier cosa. Pero la verdad inocultable es otra: como gritó, llorando, su madre Reyna, a Orlando lo asesinaron premeditadamente por pedir libertad para él y para su pueblo.
Su ejemplo gravitará mucho tiempo en la historia de Cuba.