Enrique Arenz
Ocurrió a mediados de noviembre. El repentino escenario de un hogar lúgubre con un padre ausente y una madre ensimismada que casi no le hablaba, rompió el corazón de la niña y le quitó la alegría infantil.
Pasaron varias semanas sin tener noticias de su papá. La madre le había explicado que decidieron separarse por desavenencias de la pareja, y le aseguró que su padre vendría a buscarla para pasar algunos fines de semana con ella no bien resolviera sus complicaciones.
Pero Celeste sabía que su papá tenía otra mujer y que su mamá salía con un compañero de oficina. No era tan pequeña como para no entender lo que pasaba, pero tampoco tan madura como para explicarse cómo era posible que aquellas infidelidades inconcebibles destruyeran la armonía de una familia que siempre se había amado.
La llegada de diciembre aportó sus propias melancolías. Su padre la había llamado una sola vez por teléfono. Hablaron muy poco, él, titubeante, casi en voz baja; la niña, con monosílabos, sin saber qué decirle.
Celeste lo extrañaba horrores, y sabía que la próxima Navidad ya no sería la fiesta mágica de los años anteriores. Su tristeza se agudizaba, y su madre, atareada entre sus ocupaciones y sus largas y susurrantes charlas telefónicas, no advertía que la pobre niña estaba cayendo en un sopor progresivo que la aislaba hasta de sus amiguitas.
Pasaba horas con su computadora, encerrada en su habitación del primer piso. Era lo único que la distraía. Estaba registrada en la red social Facebook y ya se había conectado con decenas de amigos virtuales de todo el mundo con quienes intercambiaba saludos, comentarios y fotografías digitales.
Un día buscó en esa red una palabra que la obsesionada: Navidad. Aparecieron varias opciones. Una de ellas exhibía un hermoso árbol de Navidad azulado. La abrió y vio que tenía cerca de 2 000 fans. ¡Hazte fan! la incitó un pequeño recuadro. Hizo clic para ingresar al grupo y surgió un rectángulo que la invitaba a escribir lo que pensaba.
Tecleó casi instintivamente: “Pido a Dios un milagro para esta Navidad: que mamá y papá ordenen sus vidas, se reconcilien y pasen conmigo la próxima Nochebuena como lo hicieron siempre”. Otro clic y en unos segundos apareció su pequeña fotografía de usuaria junto al texto que acababa de escribir. Fue como un pequeño desahogo. Apagó la computadora y se acostó.
Pasaron varios días. Una tarde estaba repasando su correo electrónico en el que aparecían varios de los habituales mensajes enviados por Facebook, pero para su sorpresa en uno de ellos se le informaba que un tal Omael le había respondido. Intrigada, hizo clic en el enlace y se encontró con la página Navidad: allí estaba todavía su angustiado mensaje, y debajo una pequeña fotografía y una respuesta. La fotografía era la de un joven sonriente de extraño nombre, Omael, y el texto decía así: Celeste, leí tu mensaje. Tranquila, procuraré solucionar tu problema. Tendrás noticias mías.
“¡Alguien se está burlando de mí!” -pensó la niña-. Hay personas que se divierten en Internet molestando a los demás; no debí escribir ese deseo. Y lo eliminó de la página.
Por esos días su mamá empezó a sacar las cajas de los adornos navideños. Había estado muy seria y retraída la semana anterior, pero de pronto había recuperado su sonrisa y su buen ánimo. Le propuso a Celeste decorar la casa entre las dos. Fue un alivio para la niña volver a interactuar y conversar con su madre. Juntas adornaron el arbolito y compusieron el pesebre. El momento fue especialmente afectuoso y Celeste se animó a preguntarle a su madre cómo festejarían ese año la Navidad si papá no estaba con ellas. La madre la abrazó y le explicó que su papá vendría a saludarla y a traerle su regalo.
-Seguramente ha estado viajando mucho por su trabajo- le explicó-, pero él te quiere mucho y pronto vas a verlo con regularidad.
Los niños suelen ser extremadamente espontáneos, y con esa espontaneidad Celeste le preguntó a su madre:
-¿Vas a invitar a ese amigo tuyo para la cena de Nochebuena?
Sorprendida, la mujer se quedó mirándola sin saber qué decir. No podía creer que su hija estuviera al tanto de su secreta relación extramatrimonial. Ruborizada, se sentó, le tomó las manos y le dijo:
-Vos… te referís a Alberto.
-No sé cómo se llama.
-Sí, es Alberto… No, ya no somos amigos, nos hemos peleado.
Celeste, sin decir palabra, la interrogó con una mirada llena de ansiedad.
Hace unos días me llegó un mail donde una persona me hizo saber cosas muy feas que yo ignoraba sobre la vida de Alberto -le confió la madre-. Por empezar, vive en pareja con otra mujer y a mí me lo ocultó. Me puse a averiguar sobre los datos que me daba ese informante y descubrí que todo era verdad. Vos sabés que yo soy la jefa de mi oficina, por lo tanto Alberto era mi subordinado. Fui muy tonta, me hice muy amiga de él porque se mostraba tan comprensivo, tan colaborador, tan adulador de mi capacidad creativa. Soy tan vulnerable a los halagos, tan estúpida, tendría que decir. Pero este sinvergüenza sólo me estaba utilizando en su provecho personal. Me llevé una gran decepción y lo mandé al diablo, definitivamente. Así que no te preocupes, nadie ocupa ahora mi vida. Pasaremos la Navidad vos y yo, solitas.
-¿Quién te avisó todo eso sobre Alberto? -preguntó Celeste.
No sé, tal vez alguna compañera que quiso abrirme los ojos. Firmaba como…, no me acuerdo, esperá, era un nombre raro, a ver… -fue hasta su Notebook y abrió los mensajes recibidos-; acá está: Omael, ese es el seudónimo que usó. Me hizo un favor; sea quien sea, le estoy agradecida.
La niña se sintió como en sueños: lo que estaba escuchando no podía ser cierto. Con un pretexto fue hasta su habitación, encendió la computadora y accedió al grupo Navidad. Omael le había dejado un nuevo mensaje en el muro de los fans: “Celeste, ya resolví la mitad de tu problema, ahora dame unos días para resolver la otra mitad. Creo que esa parte va a ser la más difícil”.
Ahora estaba segura de que alguien, tal vez un ángel llamado Omael, estaba haciendo para ella un milagro de Navidad. ¡Y lo hacía a través de la Red! Celeste sabía que hasta el Papa tenía su propia página en Facebook, pero nunca había ni soñado que los ángeles también usaran ese recurso tecnológico. Escribió como respuesta: “Gracias, Omael, supongo que la otra mitad del problema es la situación personal de papá. Pobre, seguramente está muy confundido y angustiado”.
Llegó el 24 de diciembre y el silencio de Omael era total. Era Nochebuena y ya no quedaba tiempo. Se sintió otra vez desmoralizada e incrédula. Había pasado horas frente a su computadora contestando correos de sus amigas que la saludaban por las fiestas, pero lo que esperaba era alguna noticia de Omael.
Eran ya las 21:00, cuando el sonido que anuncia nuevos mensajes la sobresaltó. ¡Era de Facebook! ¡Un mensaje de Omael! “Celeste, misión cumplida. Primero puse en su lugar a ese crápula de Alberto; luego debí ocuparme de quien urdió el plan para perjudicar a tu mamá, distraerla con la ruptura de su matrimonio y aprovechar su mal momento para desplazarla de su puesto y hacer una gran estafa. ¿Sabés quién era esa persona? Va a ser un secreto entre vos y yo: la mismísima mujer de Alberto, quien se ocupó de seducir a tu papá. No le reproches nada porque está terriblemente avergonzado y te aseguro que la tentación fue irresistible. Ahora solo tenés que bajar a la sala para ver realizado tu milagro. Nunca pierdas la fe. Tu amigo Omael, ángel adscripto a Facebook”.
Celeste bajó corriendo y se detuvo en los últimos escalones desde donde contempló con emoción la escena tan soñada, su milagro navideño: allí estaba su padre abrazado con su madre en lo que era notoriamente un gesto recíproco
de arrepentimiento, perdón y reconciliación.
Enrique Arenz es un escritor argentino. Su portal en línea es: https://www.enriquearenz.com.ar/