Claramente no es Dilma Rousseff. El gran vencedor de las elecciones presidenciales del domingo último en Brasil no es otro que Luiz Inacio Lula da Silva, el padrino y mentor político de la actual Jefa de Estado.
El Partido de los Trabajadores (PT), que se instaló en el presidencial Palacio de Planalto en el 2003, debió acudir al exgobernante para derrotar en unos cerrados comicios al socialdemócrata Aécio Neves.
De paso, lo hizo así para suplir la carencia de un discurso directo y los errores de la heredera política de Lula. Este también salió a la palestra con el propósito de ‘maquillar’ los resultados económicos de la actual administración, que son significativamente peores que aquellos que exhibía el gigante sudamericano, al cabo de dos períodos (ocho años) del exsindicalista en el mando.
¿Por qué, además, Lula aparece como el triunfador de los comicios? Porque demuestra que su figura es preponderante para el partido oficialista, a mediano y largo plazos.
Si su salud lo permite -fue intervenido de un cáncer en la laringe, en el 2012- resulta más que probable que será el as bajo la manga que tiene listo el oficialismo brasileño de cara a las presidenciales del 2018, para el período 2019-2023, con el fin de extender la permanencia del PT en Planalto.
La propia Rousseff esbozó esa posibilidad, en la reciente campaña proselitista, cuando los sondeos sobre las preferencias electorales no le eran favorables.
En cuatro años, el exgobernante no estará impedido de participar en la carrera por la Presidencia. Para lograrlo, los retos de Lula (y de Dilma también) básicamente son tres, que resultan monumentales.
Uno, restañar las heridas de la división que ha abierto la reciente campaña, de las más disputadas y punzantes en décadas, y que ha dividido al país. Dos: enderezar el rumbo de la economía, que afronta una recesión técnica. Y tres: afrontar los más frecuentes casos de corrupción. Tres tareas complejas.