Ruth Rodríguez Serrano
Son décadas en que maestros, estudiantes, autoridades y padres de familia hemos escuchado martillear la frase de que sin educación no hay futuro; todos, al fin y al cabo, queremos ese boleto al porvenir. Sin embargo, cabría preguntarse qué tipo de mañana esperamos que amanezca cuando su construcción se ha hecho en base a fábulas cuya moraleja, según Whately, parecería ser que “enseñar a quien no quiere aprender es como sembrar un campo sin ararlo”. Quizá parezca osado decir, aunque no lo es, que la mayoría de los alfabetizandos acuden al llamado de los estudiantes de bachillerato no precisamente por aprender, sino por la serie de dádivas que suponen van a recibir.
La pobreza ha llegado al límite de que no se crea más en la educación como un medio para acceder a un mejor futuro, sino como un mecanismo para salvar el hambre del día y, en el peor de los casos, para medrar de la necesidad de los jóvenes que prácticamente tienen que comprar la presencia de los estudiantes adultos como requisito para la graduación. Lo anterior lo digo en base a la experiencia propia como madre de familia, que semana a semana tiene que sortear los altos costos de este proyecto de alfabetización que lleva a cabo el Ministerio de Educación. La crisis que hoy estamos viviendo no solo es económica como para que resulte difícil ‘pagar’ por los alfabetizandos; también es moral y ésta desgasta, disminuye y avergüenza cuando nos damos cuenta de que asistimos como testigos de una farsa. Dentro del hogar queda implícita la mentira cuando enviamos a nuestros hijos a alfabetizar a quien no cree que con ello será mejor ser humano, pues quien vende su presencia vende su ética. La educación no es solo información; es sobre todo práctica de valores. Es hora de que las autoridades adopten otro mecanismo para salir de este analfabetismo gramatical y social.