Edwin alcarás
Redacción Cultura
Quien las cuenta debe inventarse los hilos de la narración. Debe hallarle un sentido a esa pregunta en el vacío que, bien visto, es una pieza literaria.
Como sucede con la memoria, las historias literarias propiamente no tienen inicio ni fin. Quien las cuenta debe inventarse los hilos de la narración. Debe hallarle un sentido a esa pregunta en el vacío que, bien visto, es una pieza literaria.
Las biografías -más aún las autobiografías- dejan ver mucho más claramente esa fugacidad, esa sensación de precariedad, de toda narración. Amos Oz, uno de los escritores actuales más conocidos de Israel, parece haber comprendido las posibilidades artísticas de esa condición en ‘Un relato de amor y oscuridad’.
En cerca de 800 páginas, la obra abarca un período temporalmente corto (aunque infinitamente profundo y doloroso): la transición entre la infancia y la adolescencia. Esa época, ya de por sí escabrosa, se reconstruye bajo una sombra: el suicidio de la madre del escritor, cuando este tenía 12 años.
En el capítulo cinco (la obra tiene 63) Oz rasga la máscara doble que separa -y une- al autor, al narrador y al personaje. Dice: “¿Qué es autobiográfico y qué es ficticio en mis relatos? Todo es autobiográfico: si alguna vez escribiera una historia de amor entre la madre Teresa y Alba Eban, por supuesto sería autobiográfica, aunque no es una confesión.”
Y en el lector crece, entonces, otra pregunta: ¿Cuánto de esta historia -de amor y oscuridad- es una confesión? Y la respuesta, por fuerza, tendría que ser ambigua. Tras pasar la última página y, finalmente, transitar por la terrible historia de la muerte de la madre, uno se queda con la sensación de que todo ha sido una confesión. Pero también de que esa dura realidad ahora, luego de escrita, es una novela.
En el capítulo aludido el novelista israelí abunda en este sentido: “Aquel que busca el corazón del relato en el espacio que está entre la obra y quien la ha escrito se equivoca: conviene buscar no en el terreno que está entre los escrito y el escritor; sino en el que está entre lo escrito y el lector”.
Precisamente ese espacio conmovido y tembloroso que queda flotando luego de cerrar el libro, esa sensación de absoluto desamparo existencial, es lo que hace de esta ambigua autobiografía una estupenda novela. Este quinto capítulo, el más autobiográfico de la narración, termina con este llamado: “Y tú, no preguntes: ‘¿Son hechos reales? ¿Es lo que le pasa al autor?’. Pregúntate a ti mismo. Por tus propias circunstancias. Y la respuesta guárdatela para ti”.
Lo que Amos Oz, no dice (no hace falta tampoco) es que esa posible respuesta estará necesariamente vinculada con la atmósfera emocional que tiñe toda la novela. Oz regresa a una tortura muy bien conocida para él sin intenciones terapéuticas. Está convencido de que en cualquier historia, incluso en la suya propia, existe algo que vale la pena: la literatura.
Eso que no es la muerte y que, por costumbre, o más bien por indolencia, llamamos vida es lo que, precisamente, halla Amos Oz. Entre el amor y la oscuridad está la literatura, esta eso que, por un acto reflejo de supervivencia, buscamos, felizmente ignorantes. Algún día nosotros sabremos esa imponente verdad, dice Oz. “Y mientras tanto seguiremos recopilando aquí diferentes datos. Por si acaso”.