Al parecer en el país, finalmente, ha terminado por imponerse el afán de arrollar, la aspiración de terminar con cualquier señal de institucionalidad que pudiera quedar en pie e izando la bandera blanca, la consigna de derrumbar cualquier escollo o cualquier resquicio del pasado, bueno o malo, de dinamitar los puentes, de quemar las naves. La república, al parecer, se refunda todos los días. Cada mañana se genera un país nuevo, diferente, justo y equitativo esta vez, nos quieren hacer creer. La república del sol naciente.
La consigna parece ser pisotear todo, que no vaya a quedar títere con cabeza, que no haya nada ni nadie que se oponga a los ampulosos designios oficiales (encubiertos en todavía más altisonantes lemas como la patria, la soberanía, la dignidad y el pundonor, por ejemplo). La misión parece ser concentrar todo el poder a cualquier costo, controlar todo lo que sea posible (vigilar y castigar), centralizar hasta la asfixia, no dejar que nada se escape de las manos, cerrar filas, no permitir la divergencia, poner orden cuando sea necesario y atornillar el mango del sartén en cada ocasión.
Si el presente es preocupante, el futuro está lleno de nubarrones negros. Rayos, truenos y centellas. La posrevolución luce más desalentadora que la propia revolución, si aquello fuera posible. Mucho temo que los tiempos que vivimos dejarán una larga estela antidemocrática y una penetrante fractura autoritaria. Si resulta verdad el viejo adagio de que la revolución se traga a sí misma y se come a sus hijos, no quiero ni pensar en los efectos gástricos de esta majestuosa zampona.
A lo que me refiero es que nos hemos habituado en muchos casos, y bajado la cabeza en otros, a un sistema profundamente absorbente y totalizante, que no deja espacio ni oxígeno para la legítima disidencia que precisa cualquier país medianamente democrático, que se nutre de agudos resentimientos y de la colección más variopinta de insultos de la que se tenga memoria reciente, de la disputa como fórmula de popularidad, del generoso gasto público como regla de oro, de la demolición de cualquier iniciativa privada.
Lo que temo también es que en el mediano plazo, por lo menos, no tengan cabida en el país las ideas políticas progresistas y moderadas, las posiciones políticas diferentes y sensatas, y que la doctrina política oficial, bendita y sagrada, una y trina, los dogmas de fe que no permiten discusión de ninguna índole, termine por hundir sus raíces y que no haya alternativa. Temo por los radicalismos. Temo por los unilateralismos. Temo por la vigencia del pensamiento único y porque la opinión contraria sea castigada con prisión y reclusión.