Olga Imbaquingo. Corresponsal en Nueva York
Una golpiza de seis policías al ecuatoriano Ángel Bravo fue la carta de presentación dolorosa y grotesca ante otra ecuatoriana, Ligia Guallpa.
Era casi medianoche, el hombre había tomado algunas cervezas y buscaba un baño. Al estar cerrado el baño de la estación del tren de la 74 y Roosevelt, Bravo no se aguantó e intentó orinar en la puerta. Un policía le pidió la identidad, lo detuvo, lo esposó y minutos después cinco oficiales más llegaron y le dieron una paliza.
Guallpa entró a la estación después de un día de trabajo como directora ejecutiva de The Latin American Workers’ Project. Creyó que la aglomeración de gente era porque había un espectáculo musical, pero lo que vio fue a un hombre tendido que gritaba en español que no lo arrastraran por que le dolían los brazos.
“El señor pide que no lo arrastren, les dije a los policías. Uno de ellos me gritó ‘cállate’, pero volví a insistir e hice el amago de copiar el nombre del policía. Fue cuando me empujaron contra la pared y me dijeron: tú también te vas arrestada”, relata Guallpa.
Así empezó una odisea que a Bravo y Guallpa los llevó a la cárcel por varias horas. A él solo lo liberaron después de obligarlo a declararse culpable de varios cargos, entre ellos de prostitución, que no cometió. No tuvo derecho a la traducción antes de firmar.
Le dejaron con un brazo dislocado, un pie torcido que lo obliga a caminar con bastón y moretones en el cuerpo. A ella le dieron, después de casi 24 horas presa, derecho a una abogada, quien solo tuvo tres minutos para escucharla. Fue declarada culpable de obstrucción a la autoridad.
“¿Obstrucción?, solo estaba traduciendo los gritos del señor. Apenas mido un metro 45 centímetros. ¿Cómo iba a obstruir a esos policías que son unos gigantes? Me usaron para crear miedo entre los ciudadanos. El señor Bravo es cierto que estaba tomado, pero eso no les da derecho a darle una golpiza. Podían llevarlo preso, pero sin humillarlo”, dice.
Bravo asegura que después de esposarlo, un policía lo golpeó con una macana de metal. “Pensé que me iban a arrancar los brazos. Me rociaron la cara con gas pimienta. Sentí que me salía fuego de los ojos, supliqué que me echaran agua en la cara para calmar el dolor y lo que recibí fue más golpes, como si fuera un muñeco”.
Este caso se parece al del cantante de música popular ecuatoriana Geraldo Larco en la ciudad de Belleville, en Nueva Jersey. Él recibió una paliza de un policía el 7 de noviembre. Fue una joven ecuatoriana, Verónica Quito, quien también salió en su defensa y obligó a llamar a una ambulancia, cuando el hombre perdió el conocimiento.
Larco ahora sigue un juicio a la ciudad, no está trabajando, sufre de dolores de cabeza, perdió un diente y dejó una deuda de USD 20 000 en el hospital. La Policía no ha querido dar su versión oficial pero ante el juez acusó al artista de haber querido morder y golpear al policía.
La Embajada ecuatoriana en Washington presentó una nota de protesta al Departamento de Estado, pidió que se investigue y se sancione a los responsables de los casos Larco, Bravo y Guallpa.
En el caso de Bravo, la Policía tampoco habló, pero le hizo saber al juez que este ecuatoriano ha sido detenido en seis ocasiones anteriores por delitos menores, relacionados a consumo de alcohol. Bravo no niega esas detenciones.
Guallpa recuerda que les preguntaron si eran documentados, eso en Nueva York es prohibido. “Creo es la estrategia para atemorizarnos y convertirnos en sujetos de deportación”. “No me siento a mí mismo; estoy hundido”, dice Bravo, visiblemente nervioso.
“Más vale que te calles porque tú estás tras las rejas y yo estoy afuera. Aquí olvídate de los derechos civiles”, le gritaron a Guallpa, cuando les dijo que tenía derecho de llamar a un abogado. Esto es suficiente para que la organización en la que trabaja emprenda un juicio contra la ciudad.