Gabriela Paz y Miño Para EL COMERCIO
Este es un domingo silencioso y sin tráfico. A las 09:00 el reloj de la Av. Patria, frente a la Casa de la Cultura, marca 21 grados. Solo los gritos de los vendedores de periódicos y el traqueteo de las carrocerías de los primeros buses que circulan por la zona quiebran la tranquilidad.
El sol pega fuerte y Jorge Orellana agradece haberse calado un gran sombrero. La camisa bordada y la cruz de plata que cuelga sobre su pecho, a medias descubierto, le dan un aire de cantante de tecnocumbia. Pero Orellana es artista plástico, uno de los 170 que exponen su obra en El Ejido, cada fin de semana. Ellos conforman un retrato urbano muy familiar para los quiteños, que sin embargo esconde historias personales desconocidas.
Por la avenida Patria, hacia la 6 de Diciembre, Orellana avanza con su obra. Gotas de sudor brillan sobre su rostro moreno, mientras empuja su carrito de metal en el que transporta sus cuadros. Los lleva, a fuerza de músculo, desde una bodega ubicada entre la Patria y la Páez (por cuyo alquiler compartido paga USD 15 mensuales) hasta el parque.
La imagen de su esfuerzo tiene varias réplicas: a esa hora un desfile de artistas arrastra carritos de ruedas con sus obras hacia El Ejido. Se disponen a empezar una jornada más de exposición y venta al aire libre. Varios lo hacen desde 1979, año en que un grupo de egresados de la Facultad de Artes de la Universidad Central sacó el arte a los espacios públicos. La av. 24 de Mayo, la plaza de San Francisco, la de Santo Domingo y El Ejido fueron los sitios escogidos. De ellos, este último se convirtió en espacio permanente.
Pero esa es una historia conocida. Lo es menos la de Orellana, lojano de 40 años, que lleva 18 en el parque. Ex estudiante de Artes y ex baterista de cumbias y baladas -“siempre he sido un romántico”, dice- este artista se convirtió en tal a escondidas de su familia.
Hoy es parte de la Asociación de Artistas Plásticos Arte en El Ejido. Allí exhibe sus vegetaciones amazónicas pintadas al óleo.
Cada fin de semana llega desde San Bartolo, en el sur de Quito, y, como los demás, aguanta soles, lluvias y esmog, con la esperanza de vender sus cuadros, “confeccionados para el combate”. Como los artistas. “Estamos aquí, de 09:00 a 18:00. Como el parque está cerrado, tenemos que buscar baños en los restaurantes. Compramos comida a los vendedores ambulantes o comemos en algún sitio cercano, pero no siempre, porque eso cuesta”.
Detrás de él, vigilan una estatua de bronce en honor a César Vallejo y otra, sin placa. A ese par de efigies nadie las utiliza como soporte. Menos suerte ha corrido el escritor Jorge Carrera Andrade, a pocos metros. A falta de otra opción, varios artistas usan el bronce para apoyar sus obras. “Lo ideal sería que el Municipio arreglara el espacio, pero nada”. La queja es de Greta Morales, escultora, una de esas estudiantes de Artes de la Central que aún sigue allí.
“Le pido disculpas a Carrera Andrade, pero no me queda más remedio que apoyar en él la estructura. Si no, el viento la tira al suelo”. Junto, o más bien sobre el poeta quiteño, se aprecian los platos en cerámica, en alto relieve. Paisajes de Quito e iglesias son los motivos. Pero Morales, de 49 años, tiene uno que le apasiona: los niños de la calle. “Los pinto siempre en actitud digna”.
Washington Jaramillo lo perdió todo y eso lo llevó a reinventarse. De pie junto a las esculturas de metal que fabrica con chatarra reciclada y que exhibe en El Ejido, Jaramillo -de 54 años- relata su historia personal. “Fui servidor público por 24 años, en Andinatel.
Me despidieron en la época de Noboa, con 360 trabajadores más. Me faltaba un año para jubilarme”. De fondo se escuchan las pegajosas baladas que programa la emisora Onda Azul y que reproducen los parlantes de su Gran Blazer, estacionada junto a la acera de la av. 6 de Diciembre.
En ella Jaramillo transporta su obra y en la cajuela abierta trabaja los detalles de uno de sus cuadros con óleo y metal. Curiosos y aficionados se acercan y preguntan precios. Excepcionalmente, algunos compran. Es la dinámica habitual en el parque y los artistas la conocen.
Mientras trabaja, Jaramillo se da modos para hablar con la gente y responder a la entrevista. “Cuando me despidieron, mi señora no entendió la situación y nos separamos. Por dos años busqué trabajo, pero la edad era un problema. Teníamos una casa, ahora arriendo en San Juan”.
Su afición se convirtió en su tabla de salvación. Se presentó ante la Asociación de Artistas de El Ejido y se abrió una puerta. Cuatro años después, es uno más entre los artistas habituales de ese espacio. El domingo pasado ocupaba sus 3 metros de acera que le corresponden y aguantaba el calor de verano (26 grados a las 11:00) cubierto con un gorro.
“Claro que quiero vender”, dice este hombre, que ha ganado varios premios y cuyas esculturas alcanzan los USD 80. “Pero somos más que vendedores. Hacemos gestión cultural, mantenemos con la gente un contacto que no podríamos tener en una galería. Eso es lo que nos da vida”.