¿Qué llevó al hombre del paleolítico a dibujar fotogramas de caballos galopando en las paredes de la Cueva de Chauvet o bisontes en medio de una violenta pelea chocando sus cabezas?
¿Qué tenía en la mente cuando clavó una antorcha para que lo iluminara, se sentó en la tierra congelada enfundado en piel de animales para sortear el frío, con materiales que le habían costado esfuerzo y tiempo fabricarlos? ¿Qué imágenes ocupaban su imaginación –menos herida que la nuestra– cuando delineaba formas que no terminaban de mostrar su objetivo? No podía tener en la cabeza ni edificios, ni familias, ni modas, ni deportes, ni calles, ni planetas, ni conversaciones complejas, ni problemas del trabajo, ni –quién sabe– traiciones.
¿Qué le haría temblar al hombre de la cueva? ¿Qué le daría miedo, ilusión, sensación de misterio? ¿Qué le haría reír, llorar, sentirse querido?
La línea que une, sin solución de continuidad, al hombre que vivió en los Alpes franceses –y que pintó esos muros– con el cineasta Werner Herzog es su necesidad de representar.
Casi al final, antes del epílogo sobre los cocodrilos que mutaron en albinos, un científico francés hace esta misma observación señalando con el dedo directamente a la cámara del documentalista que capturaba imágenes tridimensionales. Ellos no son tan distintos: hacían lo mismo que tú.
Inmediatamente vemos, por única vez en la cinta, imágenes de los alrededores de Ardèche grabados por un dron. Todo lo que nosotros escondemos del mundo utilizando un cuadro movido por una hélice, ellos lo hacían con una selección de paredes iluminadas dentro de una cueva. Tal vez la evolución no ha logrado hacernos tan distintos.
Probablemente, para alguien con un poco de curiosidad por la especie humana, no haya momento más importante como la primera vez que este representó algo, la primera vez que tuvo ese impulso irrefrenable de dar forma exterior a una imagen que le explotaba en el interior, la primera vez que se vio poseído por un espíritu que lo sacaba de sí mismo.
No es raro que las religiones monoteístas sostengan que Dios se ha revelado a través de relatos o que continúa actuado a través de representaciones.
El documental The cave of forgotten dreams (2010) nos pasea en torno a los hallazgos de arte rupestre más antiguos conocidos hasta hoy. Y el inglés con acento alemán en off de Werner Herzog hace lo que todo verdadero artista debería hacer: preguntar. Pero lo hace a su ritmo, lentamente, dejándonos tiempo para pensar, con música del chelista Ernst Reijseger.
No a todos les gustará lo que filma, así como no todos los hombres del paleolítico pintaban caballos galopando al ritmo del viento o bisontes reventándose los cuernos mutuamente.
*Periodista cultural. Colabora en diversos periódicos y revistas.