La comuna Chigüilpe, en la vía Santo Domingo-Quevedo, es parte de la cultura ancestral Tsáchila. Foto: Juan Carlos Pérez/para EL COMERCIO
La cosmovisión de la nacionalidad Tsáchila tiene un fuerte apego por la tierra. Sin ella no fuera posible establecer esa forma de conexión imaginaria con los dioses de sus creencias y tradiciones.
Este fue el mensaje que regó por todo el territorio de la etnia, el vitalicio gobernador y su representante más ilustre, Abraham Calazacón.
Para él, la tierra y sus bondades eran fuentes de inspiración y espacios sagrados que con el pasar de los años permitirían la conservación de la nacionalidad, como lo recuerda su amigo y exsecretario personal Augusto Calazacón.
Pero su ideal siempre fue luchar para que el territorio no se pierda, debido a que en este espacio se escondían los más sagrados intereses de un pueblo al que le rondaba la amenaza de la colonización mestiza.
Augusto Calazacón dice que por eso, el extinto Gobernador emprendió una defensa nacional de las tierras tsáchilas, que finalmente terminaron en poder de estos habitantes. Eso se logró tras una resolución de posesión, otorgada en la administración del presidente José María Velasco Ibarra.
Fue hace más de 60 años y entonces se hablaba de un acuerdo que contempló la entrega de 20 000 hectáreas en el otrora Santo Domingo.
La división interna del territorio se hizo por comunas -en total ocho -administradas por un Concejo Comunal. El actual gobernador, Javier Aguavil, recuerda que incluso se estableció un código interno de herencia de tierras de padres a hijos. Eso ocurría cuando estos últimos (solo hombres) se casaban a los 14 años, según las costumbres de ese tiempo. Para la mujer no había lugar a la herencia, por lo que con los años, se cambió ese concepto de cierto modo machista, agrega Aguavil.
La herencia de terrenos es simbólica y cada familia trata de registrar el traspaso ante el Concejo Comunal, para evitar futuros líos de tierra. La transacción consta en los estatutos tsáchilas como un acuerdo verbal, que en caso de incumplirse se castiga con la expulsión del infractor.
El hombre tsáchila cultiva la tierra y de la misma manera la venera para que la madre naturaleza no deje de dar frutos. Cada jornada, en el bosque, se llena de invocaciones al sol, a la luna, las cascadas, los ríos y el aire. Allí se escuchan gritos y sonidos agudos.
Esto, siempre en un espacio baldío para que las energías de los elementos de la tierra se enlacen con los propósitos anhelados en los rituales.
El sabio vegetalista, Héctor Aguavil, cuenta que son invocaciones para la subsistencia y el chamanismo. Se busca principalmente tener éxito en la cacería de animales y la sanación de las personas, fuera de la etnia. “Con ayuda de la tierra se miden el equilibrio energético de las personas. Así, tenemos un diagnóstico de su estado emocional”, comenta Aguavil.