Tragicomedia griega que subyuga

Fotograma de la película. Nicole Kidman y Collin Farrel en una de las escenas de ‘El sacrificio del siervo sagrado’, de Lanthimos.

Fotograma de la película. Nicole Kidman y Collin Farrel en una de las escenas de ‘El sacrificio del siervo sagrado’, de Lanthimos.

Fotograma de la película. Nicole Kidman y Collin Farrel en una de las escenas de ‘El sacrificio del siervo sagrado’, de Lanthimos.

Cuando decimos que algo es “indescriptible” no significa –o casi nunca significa– que seamos incapaces de describirlo, sino que preferimos no hacerlo.

Al usar ese adjetivo se pueden dejar sentados ya sea el asombro, el disgusto o la fascinación que ese algo ha provocado en nosotros. Pues bien, el momento en que la pantalla va a negro, eso es lo primero que uno quisiera decir: ‘El sacrificio del ciervo sagrado’ es indescriptible. No por su forma, que es fácilmente narrable, sino porque nos enfrenta a sentimientos y sensaciones que corresponden a otra época, o a otra forma de ser humanos o ¿inhumanos? No, definitivamente: humanos.

Las películas de Yorgos Lanthimos (Atenas, Grecia, 1973) son raras. De una forma exquisita y elaborada. Las situaciones, los personajes, los diálogos y la manera en que estos son dichos cumplen con una función: incomodar. No es una suposición, es una aseveración del propio Lanthimos que quedó registrada en una entrevista que le hizo diario El País, de España.

Con un bagaje como director de teatro o como documentalista visual de danza y sin ningún miedo a experimentar, Lanthimos ha aportado novedad al panorama cinematográfico actual: el despliegue de una fantasía despojada de efectos especiales (a contracorriente de la fórmula Avengers), que, sin embargo, es capaz de levantar al espectador de su asiento o romperle la cabeza a fuerza de sobrecogimiento.

El artilugio narrativo antiguo y delirante de Lanthimos cada vez le abre más puertas y expande sus horizontes. Es un escritor y director de películas raras, al cual la industria -con el consiguiente acceso al gran público- está regresando a ver. En sus dos películas más recientes, ‘The Lobster’ (‘Langosta’, 2015) y ‘The Killing of a Sacred Deer’ (‘El sacrificio del ciervo sagrado’, 2017), la mitología griega -pero sobre todo su acercamiento a ella- es el centro alrededor del cual se articula su arte.

Si en ‘Langosta’ en un punto enfrenta al espectador con una de las acciones más dolorosas que debe cometer Edipo en contra de su integridad física, en ‘El sacrificio…’ cuenta de una manera distinta la historia de Ifigenia, la hija que debía ser sacrificada para satisfacer a los dioses y restablecer el equilibrio del universo. Los referentes y el simbolismo de la mitología griega están latentes a lo largo de las cintas.

Al igual que Marguerite Yourcenar en ‘Fuegos’ (1936), Lanthimos echa mano de los mitos griegos y los ubica en la época contemporánea. Ahí radica la magia de ambas narraciones, y es también el punto en el que empieza a trastocarse todo. Porque los humanos de antes de Cristo ciertamente pensaban, sentían y se comportaban de otra forma; eran humanos que convivían con los dioses (sus excesos, su belleza, sus caprichos…) y no solo creían en ellos. Si esas emociones y comportamientos se transfieren a otros escenarios y se ven a la luz de otros valores, el resultado es, por decir lo menos, inquietante. Pero nunca anacrónico del todo; las historias, precisamente, por fantásticas que puedan antojarse, conservan intacta su humanidad y su actualidad. Se sabe desde hace siglos: “No hay nada nuevo bajo el Sol”.

Yourcenar advierte en el prólogo de su libro: “Una intención, muy clara, de doble impresión, mezcla en ‘Fuegos’ el pasado con el presente, que se convierte a su vez en pasado”. Esta intención y doble impresión también son nítidas en las películas del director griego. Solo así son comprensibles los ritmos -casi inanimados- de los diálogos que sostienen sus personajes; más que nada hasta la primera mitad de ‘El sacrificio…’. La cualidad declamatoria del teatro griego trasladada al cine genera un efecto extraño en el ánimo del espectador, que es, precisamente, lo que mueve a poner atención a todo lo que rodea a la trama.

Así como en ‘Fuegos’, Patroclo y Aquiles no son vistos con los ojos de Homero, según advierte la propia autora, y por eso el duelo de Aquiles y la Amazona en su libro se convierte en un ballet barroco filmado por cámaras de cine, en las películas de Lanthimos también hay un sinnúmero de variaciones de los relatos. Por ejemplo, en ‘El sacrificio…’ Ifigenia termina siendo un preadolescente aterrado ante la inminencia de la muerte. Al cine de Lanthimos hay que añadirle que puede entenderse también como un ejercicio de estilo. Especialmente en ‘El sacrificio…’, que se adentra en un tópico: familia burguesa destruida por una fuerza maligna exterior. Podría ser cualquier película de terror de manual, pero no lo es. El simbolismo en el contenido, y el preciosismo en las formas hacen de su obra un producto “delicatessen”. Al punto de que algunos ven en el director griego a un empeñoso discípulo del austriaco Michael Haneke. El tiempo dirá si el elogio tiene asidero.

Por ahora, la obra de Lanthimos se distingue claramente del cine demoledor e intelectual de Haneke en el uso del humor; muchas veces negro, claro está.

Por eso, quizá no sea descabellado decir que lo suyo no es la tragedia griega sino la tragicomedia griega: un zarpazo que llegó de donde menos se esperaba y que tiene subyugados a la industria y al público, que aún no alcanzan a procesar de dónde ha salido esta mente que los obliga a aceptar la fatalidad (como destino y no solo como desgracia, aunque también) y lo fantástico (otra forma de lo humano) sin cuestionamientos.

Lanthimos, con sus historias y su puesta en escena desprovistas de toda artificialidad, devuelve al espectador el goce del cine de las emociones y la fantasía. Le devuelve la capacidad de no ser más que un mortal, o sea, un espectador.

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