La escritora colombiana Piedad Bonnett se presentó en la Feria Internacional del Libro de Guayaquil. Foto: Patricio Terán / EL COMERCIO
La poeta y novelista colombiana Piedad Bonnett le contó al público de la Feria Internacional del Libro (FIL) de Guayaquil la forma cómo escribió ‘Lo que no tiene nombre’ (Alfaguara, 2013), un libro sobre el suicidio de su hijo menor, Daniel, de 28 años. Tomando pausas en su relato, la escritora dijo que el libro es un testimonial ajustado a la verdad, aunque contado de forma literaria.
Lo que no tiene nombre –dijo- ha permitido arrojar luz, y abrir un debate, sobre temas vetados en Colombia: el suicidio y las enfermedades mentales. La FIL, organizada por el Municipio de Guayaquil, abrió sus puertas el pasado miércoles y concluye este sábado 15 de agosto en el Centro de Convenciones.
Aquí un fragmento de lo que contó Bonnet la noche del pasado jueves 13 de agosto:
“Yo fui madre de tres hijos, dos niñas que ahora son mujeres, y de Daniel, mi hijo menor. Daniel se suicidó el 14 de mayo del 2011, mientras cursaba una maestría en la Universidad de Columbia. Había estudiado Artes Plásticas, realizó una especialización en Arquitectura, fue maestro de artes por dos años…
Cuando llegamos a Nueva York, tras la noticia de su muerte, tomamos una decisión como familia: no ocultar en ningún momento que era un suicidio, porque somos respetuosos del suicidio como una decisión autónoma de un ser humano.
En las ceremonias de la Universidad de Columbia y en la Universidad de los Andes, yo revelé lo que fue siempre un secreto: a los 19 años a Daniel se le manifestó una enfermedad mental que fue diagnosticada como una forma de esquizofrenia. Y fue una enfermedad que padeció durante 10 años con un estoicismo tremendo, haciendo un esfuerzo aterrador para llevar una vida normal y poder seguir sus estudios y contar con una vida social…
Daniel muere, el papá y yo nos vamos a un viaje para cambiar de aires y encontrar, en la medida de lo posible, consuelo. Nos fuimos a Italia y viajábamos por tren, me llevé literatura sobre la muerte y el suicidio. Me llevé un libro que ya había leído antes que es una especie de historia del suicidio de Al Alvarez, un escritor inglés, que se llama El dios salvaje: El duro oficio de vivir.
Mientras leía estos libros se me venían los recuerdos a borbotones. Siempre cargo unas libretas e iba tomando apuntes, de las cosas pequeñas y grandes que recordaba. De manera que cuando llegué a mi casa, dos meses después de la muerte de Daniel, yo había comprendido una cosa: que esa historia tenía una gran potencia dramática. Era equivalente a la tragedia griega, en el sentido en que hay un suerte de destino que todos desafiamos, incluido él, pero no habíamos podido vencer esa fuerza externa.
Y por qué no escribir esta historia, me dije. Por supuesto esa primera idea me escandalizó. ‘¿Pero cómo voy ofrecerle yo a la gente esta historia tan íntima?’.
Me planteé: será que escribo con esto una novela. Y eso me pareció una idea que tenía que rechazar inmediatamente. ‘Yo no puedo ficcionar con esto, yo tengo que dar es un testimonio’, pensé.
Por un lado había una pulsión de escribirla, por el material que había recopilado. Por otro lado lo que me dije es: esto me lo puedo permitir siempre cuando sea también literatura, siempre y cuando no sea un mero desahogo emocional, pura confesión personal. Pero apenas percibí que esto podía ser escrito, sentí que ese dolor tenía una salida. Sentí una pulsión de vida en un momento en que estaba invadida por la desolación.
Siempre desde mi adolescencia la literatura fue como una compensación, una ayuda, una especie de muleta para la supervivencia.
Me pregunto cómo es posible que yo haya hecho compatibles estas dos cosas: el dolor intenso en el que estaba y el pensamiento racional de cómo hago para contar esta historia.
Entonces me propuse narrar. Decidí alejarme en todo lo posible de la posibilidad del libro de autoayuda, aquí no hay concejos de ninguna índole, no hay moralizaciones. Comprendí que tenía que haber una pequeña dosis de reflexión, pero mínima para no agobiar al lector.
Y decidí comenzar casi “in medias res”, por el momento en que llegamos al apartamento de mi hijo el día siguiente del suicidio. Me propuse sobriedad, nada de sentimentalismos, pero sí de sentimientos. Quería estar en ese balance. Escogí el presente porque me parecía que daba una sensación más vigorosa.
Este libro lo escribí vertiginosamente, lo terminé en seis meses. Y lo rehice por lo menos 10 veces. Esta fue la forma que encontré de hacer mi duelo.
Escribí este libro para entender quién había sido mi hijo. Para hacerme preguntas más que para encontrar respuestas. Entendí que las palabras iban a rodear ese misterio, el conocimiento que nunca iba a alcanzar…”.