Cristina (el nombre fue cambiado) es una mujer que impacta con solo verla. Es diferente. Resalta entre el resto de jóvenes de su edad. Irradia felicidad. Pero su forma de ser no es el reflejo de lo que ha tenido que vivir. Quedó embarazada dos meses después de haberse casado. Javier, su esposo, no dudó un segundo en tener al que sería su primer hijo. Abortar jamás fue una opción.
“Después de dos meses de casados, sentía morir. Tenía el estómago revuelto, no quería comer, me sentía muy enferma. Le dije a Javier que necesitaba ir al médico que me sentía muy mal y él me dijo: ‘¿Qué tal que estés embarazada?’ Para mí, era imposible, porque yo planificaba con pastillas anticonceptivas”, dice animada.
Cristina se dio cuenta de su estado por un antojo que terminó en lágrimas: una pasta que no logró terminar de comer, porque el llanto que le produjo el primer bocado fue incontrolable. Javier, desconcertado por las inusitadas lágrimas, compró una prueba de embarazo que minutos después confirmaría la noticia. “¡Javier, es positiva. ¿Qué vamos a hacer?!”.
Contar con el apoyo de la madre de Cristina nunca fue una opción. Sabía que su mamá la juzgaría antes de felicitarla. Su suegra, entonces, hizo las veces de madre: la tranquilizó con palabras de amor, de esas que reconfortan el corazón y disuelven el nudo en la garganta que produce saber que en nueve meses la vida de tres personas cambiará por completo.
“Después de unos meses me mandaron a hacerme una traslucencia nucal. Todas las mamás dicen que el hecho de tener un hijo les despierta un sexto sentido, y es totalmente cierto. El día que yo tenía que ir a hacerme ese examen, mientras me bañaba, empecé a sentir mucha angustia, algo pasaba. Algo con mi bebé. Yo lo podía sentir”, asegura.
La traslucencia nucal es una medición que se le hace al feto mediante una ecografía para medir la cantidad de líquido amniótico que se acumula entre el cuello y la curvatura de la cabeza. “Eso está como gruesito”, le dijo el médico que le hizo la ecografía entre palabras fuertes y golpes en su barriga, para que él feto tomara la posición requerida para hacer esta medición.
“Cuando me dieron el sobre con el resultado decía que la traslucencia estaba aumentada y que había amenaza de aneuploidía. Yo empecé a gritar para que me dijeran que era eso, pero para todos los médicos yo era como un fantasma, nadie me contestaba”.
Cristina se enteró del trágico significado de la palabra aneuploidía en una búsqueda solitaria en Internet. “Una aneuploidía es un cambio en el número cromosómico, un síndrome o alguna enfermedad genética. A mí se me cayó el mundo, de ahí para adelante solo lloré”. No solo presentaba una aneuploidía sino que también sufría de problemas cardiacos que con cada examen se hacían más graves.
En ese momento empezó a contemplar el aborto, una decisión por la que ya había tenido que pasar, porque cuando conoció a Javier y tuvo sus primeras relaciones sexuales con él quedó embarazada. Lo interrumpió porque consideró que estaba muy joven para tener un hijo y porque en su casa materna las relaciones eran muy tensas.
“Fui al médico y pregunté sobre el aborto y me dijo que sólo estaba permitido en caso de no vida. O sea, que el bebé muriera en gestación o que mi vida estuviera en riesgo y en mi caso no era así”. Cristina afirma que con toda la tecnología que hay en Colombia y con el prestigio de los médicos del país, nada salió como ella pensaba.
Los exámenes, asegura, fueron sucesivos episodios de dolor, malos tratos e incomprensión. “Yo necesitaba a mi familia, necesitaba apoyo”. Consideró que la compañía de su abuela, quien vive en Cuba y siempre ha sido como su madre, era más que necesaria y por eso se marchó para la isla.
Cristina y su esposo sabían que iban a traer al mundo a un niño especial que tenía la misma oportunidad de vivir que el resto de seres humanos del planeta y sabían que su condición cardiaca iba a hacerlo más frágil que los demás.
No quisieron prohibirle a su hijo, que se llamaría Martín, llegar al mundo, pero el dolor de pensar en un futuro difícil para él, que, además, no le auguraba muchos años de vida, los llevó a tomar una drástica pero, para ellos, sana decisión. El aborto.
A Cuba llegó a practicarse una amniocentesis en la cual se extrajo una pequeña muestra del líquido amniótico que rodeaba al bebé para analizarla. La doctora que los atendió les dio la noticia de que Martín sufría un cambio en el número cromosómico y una grave insuficiencia cardiaca. “Esa doctora no sabía qué hacer, caminaba de un lado a otro, tenía el corazón roto”.
Cristina tomó la decisión de abortar. A sus 23 años y con su capacidad económica sabía que ni ella ni su esposo podrían brindarle la atención necesaria a su hijo. “Nosotros queremos criar a un niño para el mundo, que sea independiente, que tenga todas las posibilidades y nosotros no teníamos el ambiente necesario para brindarle una buena vida a ese bebé. Preferimos que no viniera. Su problema cardiaco lo hacía todo más difícil”.
El 9 de abril de 2013, Cristina ingresó al hospital Hijas de Galicia en La Habana. Después de 30 horas de contracciones propiciadas por ocho pastillas de Mesoprostol, un abortivo, había dilatado solo un centímetro y empezaba a alucinar, sudaba frío, lloraba, pedía a gritos que se acabara su suplicio.
La adolescencia de Cristina no fue fácil. “Mi mamá fue muy dura conmigo, nunca me dejó salir, ni ir a fiestas de quince. Mi mamá siempre fue muy estricta y muy violenta, siempre me pegaba. Mi padrastro abuso de mí y yo le conté a mi mamá y ella no me creyó y me echo la culpa. Me sentí tan traicionada…”.
Cristina quería tener un bebé para demostrarse así misma que era una mujer diferente, lejana a la figura de su madre, quien vio en ella una inexplicable competencia.
Los gritos en el Hospital de Galicia terminaron después de 38 horas. A las tres de la mañana del 10 de abril, Cristina terminó su aborto. Ella no quiso ver, le daba dolor observar que aquello que ella esperó por seis meses se iba a ir de sus manos.
“Fue muy duro, tuve muchos días de depresión. Pero a pesar de eso siento que Martín tenía su misión. Me ayudó a sanar muchas cosas. Mi mamá y yo volvimos a hablar, ella le dio la oportunidad a Javier, lo conoció y habló con él, yo me acerqué más a mi abuela de nuevo y a mi familia en Cuba. Ese bebé me dejó volver a sentir que tengo familia y de alguna forma un pasado feliz”.
Cristina no se arrepiente por más que la cuestionen. Dice que su sexto sentido de madre la hace sentir tranquila. “Yo esperé hasta el último instante para darle la oportunidad. Había días en los que le hablaba y le decía que la decisión era lo mejor para él. Para mí, él es mi angelito”.
Su dolor, dice, se concentra en el trato que recibió en Colombia, donde asegura que no recibió un diagnóstico temprano y un procedimiento oportuno para no tener que abortar a los seis meses. “En ninguna clínica sentí afecto y comprensión por mi situación, parte de lo que a mí me impulso a irme fue que no me gustaba ir al médico acá, nadie me decía algo positivo, cada vez que yo iba era un castigo, siempre salía más angustiada, siempre salía peor”.
El aborto inducido en Colombia es legal solo en tres casos específicos desde la sentencia proferida en el 2006 por la Corte Constitucional. Según esa providencia, el aborto es permitido cuando está en riesgo la salud de la madre, cuando el embarazo se ha producido a raíz de un abuso sexual, y cuando hay graves malformaciones y problemas graves de salud en el feto.
Cristina sostiene que en Colombia nunca le pusieron en la mesa esos tres casos de los cuales ella aplicaba en el último. Simplemente le dijeron, según cuenta, que el aborto solo era permitido en casos de no vida de la madre o del feto. Jamás le respetaron lo que a ella y a su bebé les pasaba y, por eso, decidió ir a Cuba, un país que vive una situación diferente.
En Cuba abortar es legal, porque se adoptó como una práctica para evitar la explosión demográfica. Para Cristina, a pesar de que en este país se encuentran algunos de los mejores médicos a nivel mundial y que la medicina es muy avanzada, las condiciones de higiene, de limpieza y hasta las económicas y de infraestructura son precarias.
“Las condiciones en Cuba eran malas, en cuanto a la infraestructura y muchas cosas, pero la calidad humana es impresionante. Me atendieron como si fuera una hija de las enfermeras: me cogían la mano, me decían tranquila, dale, tú puedes. Los médicos en cuba son casi que parte de la familia, son muy humanos. Yo lacté sin tener un bebé, me dolía el cuerpo, pero emocionalmente era como más estaba afectada, y solo en Cuba me ayudaron a salir adelante. Las enfermeras me ayudaban a peinar, me cogían la mano, me organizaban y como yo había muchas mujeres en trabajo de parto que además iban a dar a luz a un niño vivo, yo no. Ellas sabían que mi dolor era diferente al de las contracciones que anteceden el nacimiento de una persona”, cuenta.
“Volver a empezar fue muy duro. Llegar a Colombia fue muy difícil, volver a los recuerdos y a una vida sin un objetivo, pero al fin y al cabo, acá está mi casa, mi esposo y mi vida, acá soy feliz”, relata esta joven.
Tal vez, Cristina no encontró con médicos más competentes o respetuosos del fallo de la Corte Constitucional que permite el aborto en tres casos. Tal vez no ha tenido suerte o la vida ha sido muy dura con ella. Aun así, ella sonríe y logra contagiar de su alegría a quienes hablan con ella.