Cuando viajar era un placer desconectado. Foto: Archivo / EL COMERCIO
Érase una vez un tiempo en que viajar era un privilegio que sucedía, con mucha suerte, una vez cada varios años.
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Entonces usted iba a una agencia de viaje, un señor de traje le mostraba la foto de tal o cual hotel en un folleto, y así decidía su destino. Le entregaban un boleto repleto de hojas y papel carbón, y confirmába el pasaje con 48 horas de anticipación, y en el momento del check-in elegía el asiento.
Subía alegremente al avión, con un libro de tapa dura y papel como principal entretenimiento durante el viaje, porque la pantalla quizás estaba lejos y tal vez no le interesaría la única película que se proyectaba.
Una vez en el destino se manejaba con un mapa de proporciones gigantes, y si se perdía le preguntaba a alguna persona, y el señor le preguntaba que de dónde era, hacía comentarios sobre el clima y recomendaba dónde comer el mejor plato del pueblo.
Enviaba postales que no importaba si llegaban un mes después que usted, y en las que apenas entraba el saludo y la despedida en el cartoncito rectangular ya acorralado por sellos, estampillas y dirección.
Se debía tener cuidado al sacar fotos, porque los rollos y el revelado eran un presupuesto. Y también se hablaba a toda velocidad y a los gritos por teléfono, presumiblemente desde una cabina telefónica, porque las llamadas de larga distancia valían una pequeña fortuna y sonaban como si la conversación tuviera lugar bajo una ducha.
Al regreso se mostraría, con explicación a detalle, el álbum de fotos.
Eran tiempos, sí, adivinó, cuando no existían los smartphones, ni TripAdvisor, ni Google Maps, ni GPS, ni Web check-in, ni Instagram, ni Pinterest, ni Facebook, ni WhatsApp, ni Skype, ni Twitter, ni -en síntesis- Internet.
Tiempos mejores o peores, según quien lo mire y cómo lo mire.