En plena inmersión en las páginas agitadas de Leonardo Padura y su novela ‘Herejes’, apareció en el relato, con la fuerza de su impecable narrativa, aquello de la memoria afectiva.
Se trataba de describir algún pasaje de su Habana nativa, a través de la mirada de uno de sus personajes, Daniel, un judío signado por la tragedia del desarraigo que lastimó a millones de seres durante la Segunda Guerra Mundial y que adoptó a la capital de la isla como su ciudad.
Esa sola idea lleva al lector a navegar por los vericuetos insondables de su propia memoria afectiva. Así, desordenadamente, sin que la cronología acompañe de modo racional esa exploración y dejándose llevar por la imaginación que, por lo visto, es más fecunda que lo que la razón dicta.
Las calles de La Habana Vieja y la zona portuaria, los paisajes de aire antiguo y el cañón del Morro aparecen acompañados de la brisa pegajosa que levanta el Caribe.
De allí transportarse a la ciudad antigua de Jerusalén tomó apenas una vuelta de hoja, apenas movidos por la referencia a la creación del Estado de Israel y los relatos de sefardíes y askenazis ante la sola expectativa de tener un nuevo hogar allá en la Tierra Prometida que les negó la historia durante siglos y que muchos jamás alcanzaron a ver.
Esas mismas referencias derivan a un paseo por sinagogas y mezquitas de España, desde la Catedral de Córdoba que engloba a santuarios interiores, a ritos judíos y católicos bajo el mismo techo del imponente templo musulmán y de su sincrética arquitectura.
Vuelve la Jerusalén de esa memoria afectiva cargada de una idea firme. Ciudad Santa para las tres religiones monoteístas del planeta y fuerza simbólica para judíos, musulmanes y cristianos.
Todo vuelve en estos tiempos revueltos donde la asimilación de millones de seres desplazados trae la foto lacerante, la caridad y solidaridad y también la humana y vergonzosa xenofobia. De las masas dolientes que salen de Siria rumbo a Turquía y buscan llegar a Europa como una suerte de ‘tierra prometida’ cuando en realidad solo auguran un destino incierto, vuelve la lectura de la dura descripción excluyente de Oriana Fallaci, periodista ya muerta por un cáncer, cuando sentía que su Italia católica se poblaba de minaretes y una religión que ella sentía ajena penetraba desterrando los crucifijos de las escuelas.
Esa memoria reflexiva retro trae a la antigua marisma de París. El Marais, barrio judío. En ese mismo París que impregnó de olor pungente de inmundicias la memoria olfativa de Jean Baptiste Grenouille, en ‘El Perfume’, de Patrick Süskind y que despertó el genio de la alquimia más impensable.
Todas las ciudades marcan la memoria afectiva. El viejo Madrid o esa fresca Sevilla de azahares. Este puerto de Buenos Aires muchas veces gris y lluvioso que hoy estalla al fin en primavera y que contiene colorido al parque del Rosedal y el gran río, llama de lo profundo ocultos recuerdos de una niñez cada vez más lejana.