La magia vocal de Salif Keita hipnotizó en el Teatro Sucre

Imagen referencial. Salif invitó a algunas personas al escenario para que bailen con él y con el resto de músicos. Foto: Wikicommons.

Imagen referencial. Salif invitó a algunas personas al escenario para que bailen con él y con el resto de músicos. Foto: Wikicommons.

Imagen referencial. Salif invitó a algunas personas al escenario para que bailen con él y con el resto de músicos. Foto: Wikicommons.

En el centro del escenario del Teatro Sucre, una silla. Junto a ella reposa una guitarra electroacústica. Es martes 13 de octubre y son las 19:40. Salif Keita se dirige hacia esa silla, hacia esa guitarra. Viste un boubou blanco que lleva un mapa de África bordado en el centro y gafas oscuras. “Muchas gracias” susurra.

En seguida despega un viaje hipnótico, penetrante y potente hacia África y la exquisitez musical de sus raíces. Keita dirige el recorrido sonoro, es dueño de una técnica impecable. En la apertura de su show toca la guitarra. Los acordes que pintan armonías azules de una intro acústica y conmovedora se opacan rápidamente con su voz.

Su voz que –después, durante las casi dos horas de presentación- se convierte en su más potente instrumento, no necesita más. Después de la primera canción deja a un lado a su guitarra, no interactúa mucho con el público, deja que la música hable por sí sola.

Dos coristas -vestidas también de blanco- salen a escena. Ellas matizan el dramatismo vocal de Keita. Mientras cantan, mueven elegantemente las manos de un lado para el otro, como si estuviesen en un ritual, como si dibujaran olas imaginarias, como si –ese movimiento- complementara las canciones y las transformara en rezos, en un homenaje a su tierra. Están sentadas, pero todo de ellas baila: su cabeza, sus hombros, sus pies que marcan el compás, las tonadas espirales que trazan con su voz…

Han pasado casi 15 minutos y el resto de músicos llegan para brillar. Ahora son ocho sobre las tablas, todos están vestidos de blanco, todos sonríe. Hay un guitarrista, un secuenciador, un percusionista y dos encargados de tocar instrumentos tradicionales africanos de cuerda: el n'goni y la kora. Este último es un deleite para los oídos. Sus sonidos se parecen a ratos a los de un sitar y a ratos a los de un arpa.

Los solos de kora en temas como Yamoremarcan el clímax del viaje musical. Son merecedores de aplausos que ensordecen y gritos de un público satisfecho.

Ha pasado más de una hora y Salif Keita pide a todos que se unan al unísono para celebrar el cumpleaños del percusionista. Él se pone de pie y sonríe mientras todos cantan: happy birthday to you… Pero hay una condición, dice Keita, no hace falta con cantar, en la siguiente canción, todos tienen que bailar.

El público, que llevaba mucho tiempo moviendo sus cabezas y marcando el ritmo con los pies desde su asiento, se pone de pie y se entrega al momento. El ambiente es ahora cálido, eufórico… Los temas más bailables del repertorio como Tekere y Koano Djati son los puntos altos.

Al final, Salif invita a algunas personas al escenario para que bailen con él, con ellos. Al terminar, se marcha sin decir nada, no hay venia, ovaciones de pie, aplausos, besos volados… No hacen falta. Salif Keita contagió su luz en un concierto que arrancó nostálgico y terminó como una fiesta. Como la celebración y comunión que es la música.

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