Un ejército de santos y ángeles está firme, en una vieja vitrina de vidrio. Son soldados de yeso que protegen el negocio de María del Carmen Pérez. En este local de artículos religiosos se respira una paz intermitente, que huye cuando el semáforo cambia a verde.
Comercial Pérez está junto a una de las calles más ruidosas de Guayaquil: la Rumichaca. Tiene aquí más de 50 años. Pero ni San Cipriano -que abre caminos y resuelve problemas-, logra atenuar el alboroto. “Todo el rato hay ruido -dice la dueña-, los buses, las bocinas, la gente que grita”.
Los rangos permisibles de ruido, según la Organización Mundial de la Salud (OMS), son de 60 decibeles para el día y 50 en la noche. Calles como la Rumichaca y otras céntricas, así como en la popular Bahía, pasan de los 80 decibeles.
Ese es el resultado de un sondeo de la Escuela Politécnica del Litoral (Espol) y de la Fundación Médica contra el Ruido, Ambiente contaminantes (Funcorat). Para Francisco Plaza, presidente de la fundación, muchos hacen oídos sordos a esta estridente estadística. “Son ruidos tóxicos; la gente ha desarrollado una tolerancia”.
Pero el sonómetro no los tolera, menos un lunes a las 09:30. El ingeniero Leopoldo Guerrero, del Centro de Investigaciones Medioambientales de la Espol, colocó el equipo en la alterada esquina de Rumichaca y Luque.
Por 10 minutos el micrófono del aparato captó bocinazos, el estruendo de motores y tubos de escape. Al final, Guerrero sacó el resultado: “El nivel mínimo es 67 decibeles; el máximo, 99,4. El promedio: 78,6. Son valores que están por encima de lo permitido”.
Son las 17:00 y los autos se estancan en la Víctor Manuel Rendón y Pedro Carbo, pleno centro. Nadie controla a los desenfrenados conductores que invaden el carril de la Metrovía. En la plazoleta aledaña, 46 vigilantes de la Comisión de Tránsito desembarcan. No llegan con pitos ni citaciones.
Cargan congas, trombones, trompetas. A sus partituras de merengue se suman las notas de agudas bocinas y coros de conversaciones a gritos. Esos sonidos son producto de la vibración de moléculas de aire, que forman ondas sonoras. El ruido es un sonido no deseado, nocivo.
Parece sencillo de entender, pero detrás hay un complejo proceso físico, fisiológico y psicológico. El largo viaje para oír empieza en el oído externo, que recoge el sonido hasta llegar al tímpano. Los huesillos del oído medio lo amplifican hasta 20 veces. En el oído interno la vibración forma una onda líquida en la membrana basilar.
Sobre esta, unas 15 000 células ciliadas -en cada oído-, convierten la información en impulsos nerviosos. Y oímos. Así lo resume un informe del Observatorio de Salud y Medioambiente de España.
Pero el oído tiene sus límites. En la Bahía, Joffre Yunga promociona a todo volumen ‘Infierno nazi’, un filme futurista de un ejército dirigido por un robot con el rostro de Adolf Hitler. “El que no hace bulla -alza la voz- no vende“.
Y estallan los misiles. Los estruendos de más de 140 decibeles pueden causar un trauma acústico agudo. El estudio de Desórdenes de Oído y Audición OMS-Ecuador (2009) revela que en el país hay una prevalencia del 5% de discapacidad auditiva, que un 14,5% necesita servicios audiológicos y que los trabajadores industriales están en un mayor riesgo.
El bullicio vehicular es agobiante. Guayaquil supera los 680 000 autos. “El tráfico estresa; la música desestresa“, cuenta el cabo Luis Samaniego, percusionista de la CTE, antes de entonar ‘Carcelero dame ya’ al pie del monumento a Pedro Carbo, de oídos de piedra.
Para atenuar el caótico tránsito, Nelson Andrade sube el volumen de la radio. Ese ha sido un calmante en sus 13 años de chofer de bus. “Me gritan: ‘dale cachudo’, para avanzar”. No deja que los gritos lo hieran, pero la bulla constante podría hacerlo. Directa o indirectamente, el ruido ocasiona más de 100 enfermedades.
El doctor Wilson Tenorio dice que desde flatulencias hasta infartos tienen un antecedente ruidoso. La OMS diagnostica que la contaminación sonora en exceso causa más de 200 000 muertes al año.
El estudio ‘Carga de Enfermedad por Ruido Ambiental’ dice que solo en Europa se pierden 61 000 años de vida saludable -cada año- por discapacidad, a causa de cardiopatías generadas por ruido del tránsito, y que las exposiciones a más de 85 decibeles crean estrés.
El psiquiatra José Farhat habla de alteraciones al sistema hormonal por el aumento de epinefrina, norepinefrina y cortisol. “Sociedades ruidosas son más violentas“, dice. Pero María del Carmen Pérez no se queja. “Los santos me cuidan”.
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- El oído a las leyes y a las multas
Un contaminante. Es la categoría que se le atribuye al ruido en el ‘Texto Unificado de Legislación Ambiental Secundaria‘, del Ministerio del Ambiente.
Aquí se incluye una normativa técnica sobre los límites máximos permisibles de niveles de ruido para fuentes fijas y vibraciones. Por ejemplo, las zonas de hospitales y escuelas no deben pasar de 55 decibeles, la residencial de 60 y la industrial hasta 75, en el día.
Pero no hay una sanción específica, salvo por el artículo 80 que habla de una multa de 20 a 200 salarios básicos unificados a quienes “incumplan las normas técnicas ambientales o los planes de manejo ambiental”.
La Ley de Régimen Municipal de Guayaquil, aunque un tanto antigua, establece sanciones que van desde 12,5% hasta el 125% del salario mínimo vital a las personas que alteren la actividad laboral o el descanso colectivo con ruidos.
El ruido también puede llevar a los infractores a la cárcel. El artículo 607, literal a) del Código de Procedimiento Penal, establece prisión de hasta siete días a quienes hacen ruido “por falta de silenciador de su vehículo o a través de equipos de amplificación a alto volumen que alteren la tranquilidad ciudadana”.
Abusar del claxon o comúnmente llamado pito es otro motivo de sanción. La Ley de Tránsito, en su art. 139, menciona que “el conductor que use inadecuadamente y reiteradamente la bocina u otros dispositivos sonoros” será multado con el 5% del salario mínimo y la reducción de 1,5 puntos en su licencia”.