El olvido supremo de Roa Bastos

En 1974, Augusto Roa Bastos publicó una de las mejores novelas del dictador: Yo, el supremo. Cuando se cumplen 100 años de la muerte del, los homenajes no han sido tan fastuosos como lo han tenido otros  de sus contemporáneos.

En 1974, Augusto Roa Bastos publicó una de las mejores novelas del dictador: Yo, el supremo. Cuando se cumplen 100 años de la muerte del, los homenajes no han sido tan fastuosos como lo han tenido otros de sus contemporáneos.

En 1974, Augusto Roa Bastos publicó una de las mejores novelas del dictador: Yo, el supremo. Cuando se cumplen 100 años de la muerte del, los homenajes no han sido tan fastuosos como lo han tenido otros
de sus contemporáneos.

¿Qué y cómo se lee cuando se lee? La lectura está mediada por el tiempo y el espacio. Y un libro -una novela, en este caso- puede ir y venir: ser leído, olvidado y vuelto a leer. ‘La Rayuela’ de Julio Cortázar de hoy no es la misma de hace dos o tres décadas y probablemente las nuevas generaciones de lectores no encuentren en la Maga o en Olivera lo mismo que hallaron los jóvenes lectores de otro tiempo.

En América Latina se publicaron novelas cuyos protagonistas son dictadores. Los académicos las ubican en el “subgénero de la novela del dictador”. Y se escribieron grandes textos que tienen distancias temporales, formales, temáticas, aunque muchas semejanzas cuando del dictador en sí se trate.

En el canon de este ‘subgénero’ están ‘El señor presidente’, de Miguel Ángel Asturias (1945); ‘El recurso del método’, de Alejo Carpentier (1973); ‘El otoño del patriarca’, de Gabriel García Márquez (1974); ‘Yo, el supremo’, de Augusto Roa Bastos (1974), y ‘La Fiesta del Chivo’, de Mario Vargas Llosa (2000).

Distinta ha sido la suerte de estos títulos. La más desafortunada es la que correspondió a ‘Yo, el supremo’, que es, paradójicamente, la novela más lograda y la más totalizadora de la extraordinaria figura de Gaspar Rodríguez de Francia -mejor: Doctor Francia-, el Dictador Supremo (y perpetuo) de Paraguay.

Es cierto: tuvo un éxito inicial. En Buenos Aires se habían conocido algunos adelantos de una novela que el paraguayo Roa Bastos estaba escribiendo y había expectativa. Con el paso del tiempo, se ha ido opacando salvo en los círculos académicos que consideran a ‘Yo, el supremo’ como la novela fundacional del Paraguay y esencial en la narrativa latinoamericana.

El hecho de que el centenario del nacimiento del escritor que se cumplió este año no tuviera los mismos fastos que los de Jorge Luis Borges, Cortázar u Octavio Paz, puede ser una señal de lo poco que está en la memoria de lectores y editores.

Es, sí, una novela compleja de leer. Cuesta abandonarla por un rato y luego retomarla. El lector descubre que se lo está llevando a algún lugar, pero siempre duda quién es el que lo hace, si el mismo Francia o Policarpio Patiño, el escribiente. O -y esto es lo sorprendente y brillante de esta obra- el compilador: un descendiente de Patiño que hereda sus cuadernos y el ‘Cuaderno Privado del Supremo’, que difumina los bordes de historia y ficción con las notas al pie.

Son dos modalidades discursivas, dice Gabrielle Le Tallec-Lloret, de la Universidad de Rennes. Una es la de la circular perpetua que le dicta a Patiño en las que además de órdenes transmite lecciones de historia. La otra modalidad está en el cuaderno privado: “dirigido a sus sucesores eventuales, donde presenta un balance personal y político de su acción”.

Es uno de los problemas fundamentales de la novela. Es la búsqueda del texto fundacional más que el contarnos cómo se fundó la nación, según Roberto González Echevarría.

Y eso era algo que buscaba Roa Bastos: el libro de los pueblos. Curiosamente, Paraguay no cultivó novelas en el siglo XIX porque las élites no aceptaban las ficciones. Aquí también hay una renovación.Según Richard Parra Ortiz, en su ensayo ‘la fatalidad de la escritura y el poder’, se trata de “la profunda reflexión que sobre la escritura pone de manifiesto. En ese sentido, rechaza la escritura, por considerarla un sistema ineficiente, pero, al mismo tiempo, asume esa limitación y produce una crítica del sistema literario de su época”.

Doctor Francia es un personaje interesante, diferente del que nos deja Carpentier o García Márquez. Además de ser un ilustrado, no existe la parodia, no se lo expone como una figura cómica. Más bien lo ofrece en sus dimensiones contradictorias en la relación poder-ciudadanos y nación-vecinos en los tiempos complejos de construcción de los estados latinoamericanos.

Si bien en ocasiones puede ser un sujeto despreciable como todo dictador, también hay aspectos que lo vuelven entrañable. Paraguay es un país próspero, quizá el más próspero de todos en aquellos años. Y es obra de Francia, que debe defender a la naciente república de las centralidades de Buenos Aires y de Brasil, que lo presionaban para que se sometiera a ellos.

Francia no solo que no lo acepta, sino ejerce sus rigores ante los enviados. Los desprecia y a cambio les ofrece algo mucho mayor: un esquema real de lo que sería una confederación de estados sudamericanos: uno de sus legados y su vanagloria como estadista.

Porque la vanagloria existe en los dictadores. Desde el comienzo de la novela, Roa Bastos nos sorprende con la imagen de un panfleto, supuestamente escrito por Francia y Velasco en el que ordena que, a su muerte, “mi cadáver sea decapitado; la cabeza puesta en una pica por tres días en la Plaza de la República donde se convocará al pueblo al son de las campanas echadas a vuelo”.

La respuesta será buscar a los autores de este panfleto, que en términos actuales equivaldrían a un tuit. La obra está llena de pequeños textos que incomodan al poder, provocan reacciones. Sale a luz las miserias del dictador: solo podrá remediarse con el castigo justiciero. Porque algo padecen estos dictadores: la hipersensibilidad.

No comprenden cómo pueden ser odiados si tanto bien han hecho al pueblo, a la república, porque son sus “salvadores” y le ha dado el progreso. El dictador se siente víctima del poder. Y eso es posible leerlo con ojos actuales en tiempos de supuesta reconfiguración del poder político, que actúa siempre igual.

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