Peggy Guggenheim, con sus famosos perros-nietos (izq.) y en su sala, con un Malévich (der.). Fotos: Cortesía
Es una suerte que Peggy Guggenheim (Nueva York, 1898-Padua, 1979) no haya tenido talento como artista, y que su intento de incursionar en la pintura haya durado apenas 10 días. Si llegaba a triunfar en aquella empresa, quién sabe qué habría sido del arte de la primera mitad del siglo XX.
Hagamos una simulación. Por ejemplo, sin ella, su terquedad y su desmesura, pero también su generosidad y su visión, quizá hoy no estaríamos hablando de Jackson Pollock. Porque fue Peggy Guggenheim quien lo sacó de la carpintería del museo de su tío, Solomon Guggenheim, y lo metió en la historia de las artes plásticas, desde su híbrido de galería y museo: Art of this Century, que en los tempranos años 40 puso patas arriba el mundo del arte en Nueva York, mostrando por primera vez también las obras de Mark Rothko o Robert Motherwell.
Y como ellos, unos cuantos otros; que ella se trajo de Europa para América, mientras la Segunda Guerra Mundial hacía estropicios por todos lados y amenazaba acabar con todo; también con el arte. Justo el arte que ella había empezado a coleccionar en serio hacia finales de los años 30, aunque ya en los años 20 había hecho sus primeras compras.
En el caso de Max Ernst, no fue solo su obra la que embarcó, para salvarla, sino a él mismo, que ya había pasado por un par de campos de concentración. Ambos protagonizaron poco después uno de los matrimonios más tristes del mundo del arte de esa época.
Pero el de Ernst es apenas un nombre en su lista de ‘ahijados’ salvados de la guerra. Por su colección (avaluada al momento de su muerte, en 1979, en 30 millones de dólares) pasan si no todos, casi todos los grandes artistas modernos y vanguardistas del siglo pasado. De Europa trajo piezas de Jean Arp, Constantin Brancusi, Georges Braque, André Breton, Marc Chagall, Giorgio de Chirico, Salvador Dalí, Robert Delaunay, Marcel Duchamp…
Lo hizo porque no tenía otra opción, porque nadie quería o podía hacerse cargo de esos cuadros o esculturas extravagantes e incomprensibles (horribles, para algunos), que a una judía-estadounidense se le había ocurrido coleccionar. De hecho, el Louvre no accedió a su petición de mantener sus obras a buen recaudo mientras se calmaban las cosas. Es comprensible, pues era un arte que en ese momento no tenía mucho valor.
En un video que la RAI (televisora estatal italiana) hizo hace algunos años sobre Peggy Guggenheim, se ve en cuánto compró ella las obras-en una época,a razón de una por día-, en momentos en que incluso las ciudades europeas eran bombardeadas. Otros los compró varios años antes.
Un Magritte a USD 75, en 1936; un Malévich, en USD 500, en 1935. Y mucho antes, un Klee en USD 200, en 1924; o un Dalí en USD 175, en 1926. Quienes han estudiado su vida y su legado, calculan que entre 1939 y 1942, año en que volvió a Estados Unidos, invirtió unos USD 40 000 en arte; cuando era imposible imaginar que sus amigos, esos hombres con los cuales compartía cenas, conversaciones, fiestas, casas de playa y algunas veces hasta la cama, se convertirían en las vacas sagradas que Occidente ofrendaba al arte.
Un artículo publicado en The New York Times en 1964 la califica de “una influencia real en el arte moderno” que aunque “nunca tuvo el estatus intelectual de Gertrude Stein tuvo siempre un ojo no-intelectual muy ágil para los experimentos interesantes”. En otra nota sobre ella en el mismo diario, en 1987, se la define como “la primera y principal auspiciante del expresionismo abstracto”, y quien desde su galería fue clave para convertir a Nueva York, en reemplazo de París, en la capital del arte moderno. Además fue la primera en dedicar dos exposiciones únicamente a mujeres artistas, como Frida Kahlo.
No obstante su importancia, casi todo lo que se escribe sobre Peggy Guggenheim comienza por describirla como una mujer extravagante, escandalosa, devoradora de hombres célebres. Un dato menor comparado con lo que hizo por el arte. Además, ella no estaba haciendo nada distinto de lo que hacían sus amigos y/o amantes varones, cuyas vidas sexuales y amorosas, sin embargo, no ocupan tanto a quienes los estudian.
Se dice que alguna vez, ella misma, llegó a calcular que tuvo unos 400 amantes. Sin embargo, este dato anecdótico, por momentos, eclipsa su legado incalculable en materia artística. Aunque de forma moderada, este tufo también impregna la reciente biografía suya, escrita por Francine Prose (‘Peggy Guggenheim: El escándalo de la modernidad’, Turner). Hay que reconocer también que la autora logra perfilar muy bien a esta mujer que cambió la faz de la cultura occidental del siglo XX.
Prose, por ejemplo, logra resaltar su entusiasmo y su voluntad inquebrantable de rodearse de arte, o más que eso, de vivirlo, de respirarlo. De hacerse una sola con el arte, es decir, con su amada colección.
Porque ella-según los estándares del patriarcado- pudo haber descuidado y transgredido todos los aspectos de la vida de una mujer y una madre, pero nunca falló en su compromiso con el arte, que era también un compromiso con ‘sus’ artistas, a quienes consideraba tan cercanos como hijos. Su lealtad fue para su colección.
Con más de 260 piezas en un inicio, su colección (instalada en su casa) se volvió uno de los atractivos turísticos de Venecia, ciudad en la que vivió hasta el final de su vida, desde mediados de los 40. Ahora la Peggy Guggenheim Collection cuenta con 350 piezas, y atrae a 500 000 visitantes al año.
“I’m not an art collector. I’m a museum”. Son las palabras de una mujer que no quería algo, lo quería todo. No sin dificultades, lo logró. Y en ese empeño le hizo un regalo de valor incalculable al mundo, a sus almas más sensibles.