La crisis, camino a volverse global, no parece hacer cosquillas a constructores y promotores inmobiliarios de Quito.
Estos siguen levantando edificios -residenciales o corporativos y de diseños contemporáneos- en zonas que, hasta hace unos 15 años, aún eran reductos de viviendas familiares de grandes interiores y patios con jardines.
La Floresta, La Coruña o Bellavista son ejemplos de ese cambio radical. Los anteriores jardines han sido sustituidos por subsuelos para garajes y bodegas. Es como convivir las 24 horas con hormigoneras, volquetes, ruidos, incomodidades…
En esencia, este cambio no es malo, pues toda ciudad es un ente vivo que tiene que adaptarse a las coyunturas si quiere sobrevivir. La densificación urbana es un principio válido y coherente para organizar la urbe y evitar que se extienda indefinidamente. Lo que está mal es que se aplica indiscriminadamente, sin un profundo análisis previo.
Este crecimiento vertical tiene, asimismo, un punto en contra que todavía no ha sido aquilatado: la infraestructura (redes de agua potable, alcantarillado, teléfonos, energía eléctrica) ya está obsoleta, pues tiene más de 50 años y fue proyectada para dar servicio a muchas menos personas: una o dos familias por lote.
En consecuencia, llegará un momento en el cual las redes de alcantarillado se saturarán y el agua potable puede llegar a escasear (no en los edificios que, generalmente, tienen cisternas, sino en los predios vecinos).
Obviamente, con tanta gente residiendo en esas zonas, las áreas verdes y recreativas serán insuficientes y las protestas ciudadanas crecerán de tono, como suele suceder. ¿Hay tiempo para cambiar el rumbo de la historia? ¿Quién se hace cargo de dar el puntapié inicial?