Joseph Blatter fue destituido de la presidencia de la FIFA por
escándalos de corrupción. Foto: Diseño Editorial / EL COMERCIO
El Mundial de Rusia, que empezará en 17 días, será el primero luego del FIFAGate, esa implacable operación quirúrgica anticorrupción con la que el FBI de Estados Unidos prácticamente descabezó a la cúpula de la Federación Internacional de Fútbol Asociado y, de paso, a la de la Conmebol.
Aunque el origen es oscuro y bajo sospecha, se supone que este Mundial lo lleva adelante una nueva FIFA, una entidad limpia que ha tomado precauciones para que ninguno de sus funcionarios vuelva a caer en la tentación del soborno, el cohecho y el lavado de activos.
El problema es que no es tan fácil. Hace tres años exactamente, oficiales de la Policía suiza irrumpieron en el Baur au Lac, un hotel de cuatro estrellas y media de Zúrich, y arrestaron a siete funcionarios de alto nivel de la vieja FIFA, que se aprestaba a celebrar el 65º Congreso. Algunos fueron arrestados en pijama. Otros, como el costarricense Eduardo Li, entraron en las patrullas bajo sábanas blancas que los empleados del hotel desplegaron, ágiles y solícitos, para que los fotógrafos no los captaran.
Esta acción, inédita y que llenó de vergüenza al mundo del fútbol, fue provocada por las investigaciones que el FBI y la Fiscalía de Nueva York realizaban sobre la adjudicación de los derechos de televisión de la Copa América Centenario, que se jugó en Estados Unidos en el 2016, y de la sede de los Mundiales del 2018 y 2022, que recayeron en Rusia y Catar, respectivamente.
Hasta hoy, 27 dirigentes, algunos con varios años al frente de sus federaciones, acabaron arrestados y con sus carreras deportivas liquidadas, al igual que representantes de diversas firmas. Un puñado de acusados aún sigue prófugo.
Otros, incluido el suizo Joseph Blatter, el presidente de la FIFA, perdieron sus puestos. Blatter, sucesor del brasileño João Havelange, otro ícono de la corrupción dirigencial en América del Sur, heredó la obra de su antecesor y transformó a la FIFA en una entidad todopoderosa, que globalizó al fútbol e hizo del Mundial el evento más seguido del planeta. Tanto globalizaron Havelange y Blatter a ese deporte, que ahora hay Mundiales para cada categoría y también para los primos hermanos, como el fútbol sala y el fútbol playa.
Blatter también convirtió al presidente de la FIFA en un nuevo Papa, una personalidad tanto del jet set como de la política, que un día bailaba con Shakira, otro daba charlas en alguna facultad de Economía y otro era recibida con todos los honores de un Jefe de Estado adonde viajase.
El error de Blatter fue imponer un proceso de selección de sede del Mundial que dio paso a la corrupción. Rusia y Catar obtuvieron las sedes de manera poco clara. Hubo un peso geopolítico, evidentemente, al expandir el torneo a mercados inéditos como Europa del Este y Oriente Medio, y es obvia la importancia del gas ruso y el petróleo pérsico. Pero las sospechas de que circularon los eufemísticos incentivos a miembros del Comité Ejecutivo, esos 22 afortunados seres que debían adjudicar las sedes en una votación, llevaron a los fiscales, sobre todo a los estadounidenses, a investigar.
La misma FIFA, la de antes, contrató a Michael J. García, fiscal (muy deficiente) de Nueva York, del 2005 al 2008, para hacer sus propias investigaciones. Aunque nunca se pudo probar nada a Rusia, pues García estuvo impedido de poner un pie en ese país por orden del presidente Vladimir Putin. Tampoco implicó a Blatter. Pero al menos reveló que los competidores, sobre todo Inglaterra y Australia, tampoco actuaron en buena lid.
Salieron manchados ídolos como Franz Beckenbauer y Michel Platini, dirigentes que aspiraban a dirigir la FIFA, como el catarí Mohamed Bin Hammam, presidente del fútbol de Asia. Pero fue el FBI el que descubrió todo.
La nueva FIFA ahora es presidida por Gianni Infantino, suizo de ascendencia italiana que gobierna la entidad desde febrero del 2016 y que hizo carrera en la UEFA, la rectora del balompié europeo. Por supuesto, lo primero que ofreció fue combatir la corrupción y tomar medidas para garantizar la transparencia en los procesos de selección de las sedes. El cambio más importante es que ya no son 22 las personas que votan por el Mundial, sino todos los miembros de la FIFA, que son 211.
¿Quién puede sobornar a tantos?
El problema, de todos modos, no era solo de regalitos o pagos de favores. Hay un peso geopolítico del Mundial, que ahora está amplificado porque Infantino impuso que desde el 2026 el torneo tendrá 48 países, para dar más espacio a África y Asia. O sea, más votos.
Donald Trump, a pesar de sus fobias a todo lo latino, tuiteó una amenaza: espera que los países que reciben ayuda de Estados Unidos voten a favor del Mundial en ese país, en Canadá y México, en una colosal triple candidatura. El rival a vencer es Marruecos, gobernado por el rey Mohammed VI, quien lleva 20 años tratando de que el torneo se celebre en su país, algo que también buscó su antecesor, Hasán II.
Infantino no pudo (¿tuvo el poder, en algún momento?) rever la designación de Rusia y Catar como sedes, a pesar de las denuncias de explotaciones laborales en las construcciones de los estadios en ambas naciones. Se acusó al nuevo líder de la FIFA de viajar para ver al Papa, al de verdad, en un Dassault Falcon 7X, propiedad del millonario Alisher Usmanov, dueño del 30% del Arsenal y aliado de Putin.
Infantino también recibió ataques por presionar para que su ‘alfil’, Ahmad Ahmad, jefe de la federación de esa ‘potencia futbolística’ llamada Madagascar, presida al fútbol africano.
Con protegidos, aliados y cálculos, estos son los nuevos tiempos de la nueva FIFA, que de alguna manera luce parecida a la vieja, la de antes.