Mugabe y el alto costo de su sed de poder

Miembros del Parlamento de Zimbabue celebran tras conocerse la dimisión de Robert Mugabe. Él dominó durante 37 años todos los aspectos de la vida nacional. Foto: AFP.

Miembros del Parlamento de Zimbabue celebran tras conocerse la dimisión de Robert Mugabe. Él dominó durante 37 años todos los aspectos de la vida nacional. Foto: AFP.

Miembros del Parlamento de Zimbabue celebran tras conocerse la dimisión de Robert Mugabe. Él dominó durante 37 años todos los aspectos de la vida nacional. Foto: AFP.

En abril del 2008, el Banco de Reserva de Zimbabue comenzó a imprimir billetes de 50 millones de dólares zimbabuenses, equivalentes a 1,20 dólares de EE.UU. Diez días después, en medio de una inflación récord de un 165 000%, hubo la necesidad de emitir billetes de 500 millones de la moneda nacional.

El poder adquisitivo de la población decrecía ese año en cuestión de minutos: el 4 de julio de ese año el costo de una botella de cerveza subió, en una hora, de 100 000 millones a
150 000 millones de dólares zimbabuenses. Y en medio de esa crisis económica con cifras de ciencia ficción, días antes Robert Mugabe, en un delirio de poder, proclamaba: “Solo Dios, que me ha nombrado, puede destituirme”.

Luego de 37 años en el poder, el caudillo que encarnó la democracia se alistaba a morir en el poder, y ya visualizaba a su esposa como sucesora, al más puro estilo de las monarquías tan adversas a sus ideales independentistas. Su lujoso estilo de vida tampoco tenía nada que envidiar a la crema y nata de la realeza, y si el golpe militar que terminó esta semana con su renuncia no hubiese ocurrido, sus conciudadanos seguirían a la espera, como si fueran súbditos, de que se confirme su muerte algún día.

¿Cómo logró mantenerse por tanto tiempo en el mando? La retórica brillante en su discurso de reconciliación, que llamaba a la unidad entre la minoría blanca dominante y la mayoría negra oprimida, le valió a inicios de los 80 más de un aplauso en la escena internacional. A eso se sumaron acciones que resultaban por lo menos vanguardistas en esa época y zona geográfica, como la fuerte inversión en los sistemas de salud pública y educación, y la eliminación del analfabetismo.

Pero esa imagen de jefe de Gobierno exitoso y moderno no tardó en mostrar sus claroscuros. La masacre de miles de miembros de la etnia minoritaria ndebele, la expropiación de más de 800 granjas a los agricultores blancos sin indemnización, la intimidación y desprestigio a quienes se atrevían a desafiarlo en las urnas, apostando a la alternabilidad...

Ya Amnistía Internacional lo había advertido: “decenas de miles de personas fueron torturadas, desaparecieron o murieron” durante la era Mugabe.

Cero institucionalidad

En la transición de la colonia británica Rodesia del Sur al estado no reconocido de República de Rodesia, y luego a la República de Zimbabue, este intelectual que siempre se caracterizó por su elegancia en el vestir forjó un Estado centrado en un hombre, donde la institucionalidad se basó por casi cuatro décadas en las decisiones de una sola persona.

Por eso, pese al entusiasmo manifestado por el nuevo gobernante, Emmerson Mnangagwa, quienes recorren las calles y viven el día a día en lo que hace medio siglo llegó a considerarse ‘el granero de África’, son todo menos optimistas. Saben que recibe una economía en ruinas, con un desempleo que ronda el 90% y una continua fuga de talentos hacia su vecina Sudáfrica. Las grandes fincas de tabaco, trigo y algodón son ahora terrenos inservibles luego de años en manos de personas que no sabían cómo sacarles provecho.

Tras la salida de un caudillo que vive como rey, a Zimbabue le queda el desafío de recoger los pedazos y crear su propio sistema, que no pase por alto los errores del paso del colonialismo a un régimen que muy poco tenía de democrático.

No se trata de un caso aislado, y de ahí surge la preocupación por lo que pudiese venir. Uno de los ejemplos más tristes es el de Sudán del Sur, que se convirtió en el Estado más joven del planeta en el 2011. Sus ciudadanos pensaban que separarse de Sudán era la solución a la violencia, pero solo dos años después la rivalidad entre su primer presidente, Salva Kirr, y su vicepresidente, Riek Machar, desencadenó una guerra civil que ha dejado decenas de miles de muertos.

Alrededor de 1,8 millones de sursudaneses han encontrado refugio en países vecinos, y casi dos millones de habitantes están desplazados dentro del país a causa del conflicto, según la agencia France Presse.

Eso sin contar con el caos en el que está sumido Libia desde la caída del régimen de Muamar el Gadafi -que duró 42 años- en el 2011. La Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) contribuyó en ese entonces al triunfo de los rebeldes, pero ninguna de las numerosas autoridades de transición ha podido establecer una policía y un ejército capaces de restaurar el orden en un país controlado por cientos de milicias.

Y el caos reinante en ese país salta al Mediterráneo, ya que hasta ahí llegan miles de migrantes africanos que buscan alcanzar Europa. Los que no son vendidos como esclavos por las mafias libias arriesgan su vida en el mar, y los que llegan vivos ahondan cada vez más la crisis de refugiados en el Antiguo Continente.

Hoy Robert Mugabe se alista a un retiro dorado, y su salida no terminó con su muerte como en el caso de Gadafi, ni tampoco con su entrada en la cárcel, como le ocurrió al también dictador egipcio Hosni Mubarak -casi 30 años en el gobierno- luego de la represión durante la Primavera Árabe.

Eso sí, el nonagenario expresidente comparte con sus dos colegas gobernantes la esencia de su legado, una misma concepción del poder: no soltarlo nunca. La desaparición de incontables riquezas africanas a manos de los colonizadores europeos fue seguida de otro tipo de saqueo, ahora a manos de aspirantes a monarcas perpetuos con el membrete de demócratas. Reinventarse a partir de las sobras del banquete es un reto casi imposible.

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