Sam Shepard, en el rodaje de ‘Llamando a las puertas del cielo’. Foto: elperiodico.com
En la codicia radica el destino y el final de un hombre. En el deseo, la pasión o el sufrimiento. Sam Shepard codicia y desea lo mismo: viajar, dejándolo todo atrás, sin volver la mirada.
Porque quien busca la libertad del viaje está buscando también dejar atrás el pasado o los malos recuerdos, o acaso adelantar su propia muerte.
El viajero -no el turista- busca un desierto, camina por un páramo, es feliz con cada piedra o faro que halla en el camino, danza bajo la lluvia, sin corazón ni nostalgia, a menudo hambriento o en harapos.
Shepard ha muerto. Artista polifacético, de piel curtida por el sol del medio oeste, prefería pasar en compañía de un caballo antes que hacer vida social en la ciudad.
Muerto el vaquero, hoy queda su literatura como una constante búsqueda de territorios libres de banderas.
Shepard deja una obra atravesada por la libertad y el destierro. Sus relatos cuentan sobre la inexistencia de fronteras. Sus personajes cruzan esas cercas con la naturalidad y rebeldía del viento. Siempre son migrantes, peregrinos, almas errabundas que detestarían quedarse a cuidar niños en casa. Ellos -en cada gasolinera o paradero- redefinen su espacio y su tiempo, abominan ‘la seguridad’ de un hogar: ese invento de la clase media.
Los personajes de Shepard -o él mismo- levantan en las estepas solitarias un ‘teepee’ (tienda cónica construida por indígenas nómadas de EE.UU., hecha de pieles de animales y palos de madera), una cabaña en medio de la nieve o simplemente estacionan una vieja camioneta Dodge de doble cabina y se recuestan a dormir con el ala del sombrero sobre los ojos, mientras revienta la tormenta en la carretera.
Vagar, recorrer, explorar, con alma de águila o alma de hombre recién divorciado del amor o de cualquier esperanza.
Shepard abandona la urbe para construir su universo literario, con el gusto de tragar el polvo de los descampados, sin extrañar nada ni a nadie, con una chamarra de cuero y unas botas como únicas posesiones.
El escritor nacido en Illinois (1942) defiende la migración del hombre como la posibilidad del autoconocimiento y la sabiduría.
Entiende el viaje como una oportunidad para reconstruir nuestra inocencia (somos otra vez niños al aprender un nuevo alfabeto, un nuevo idioma, otra cultura). Sus historias valoran la diferencia etnográfica, la vida basada en la convivencia pacífica, en el respeto a ‘la otredad’ y al vecino. El mensaje es claro: bajar escudos (patéticos nacionalismos) y abrir fronteras.
Lo diferente -según él- nos educa. De este modo, la vida es un viaje sin banderas o un periplo hacia el infinito: la muerte.
En sus breves narrativas, el mundo hispano surge con consideración y aprecio. Se interesa por él y por todo lo que huela a descubrimiento/revelación. Desde luego, Shepard, vital y aventurero, es un nómada cuyo mejor talento es no ser nadie y ser muchos personajes a la vez. “Un nómada es alguien que nunca está en ningún lugar”, señala Alberto Manguel, escritor argentino-canadiense.
En tanto que Robert Louis Stevenson, viajero supremo, defendía la movilidad por sí misma, por su única finalidad de ir hacia la nada; porque un destino o el punto de llegada nunca son el final del camino.
‘El lugar’ adonde vamos existe solamente como un concepto mental. El viaje sostiene un hilo entre la realidad y el vacío. “Lo grande del viaje es moverse”, señaló Stevenson.
Volviendo a Shepard -hoy polvo y huesos enterrado en algún punto de Kentucky-, su libro ‘Crónicas de motel’ (1982) es un canto a esa libertad del cuerpo en tránsito hacia el vacío, moviéndose en perímetros orillados en el olvido.
El libro -sus experiencias ‘on the road’- abre con la siguiente cita del poeta sureño César Vallejo: “Jamás tan cerca arremetió lo lejos”. Contiene relatos breves, impresiones de viaje, es un cuaderno de bitácora de un fantasma. Por donde se lo hurgue, en la página que caiga el dedo, hallaremos líneas hermosas, poesía de un hombre que se enternece con la diferencia, con lo ajeno.
“En Rapid City, South Dakota, mi madre me daba cubitos de hielo envueltos en servilletas para que los chupase. Estaban saliéndome los dientes y el hielo me insensibilizaba las encías. Aquella noche atravesamos el desierto. Yo viajaba en la bandeja que hay detrás del asiento trasero del Plymouth mirando las estrellas. El cristal estaba helado al tacto”, página 9, relato escrito en Homestead Valley, California.
“Ahora salta un lagarto. Deja una estela pisciforme con la cola. Desaparece. Tragado por el mar de arena”, página 104. Santa Rosa, California.
Cuidado: Shepard no escribe simples apuntes de viaje. No es un cronista. Es un artista. Comprende la belleza de la fantasía, cuando pisa los caminos roturados, los espinos y cañadas, los riachuelos y pantanos, lo hace para levantar ese bello polvo de la ilusión.
Shepard parece retomar el pensamiento de Zenón (filósofo griego de la escuela eleática): ‘todo movimiento es ilusorio’. Cada relato suyo parece venido de un sueño y aunque él mismo nos cuenta haber llegado a un punto definido o diferente, en el mismo instante que pone sus botas en dicho lugar todo desaparece y regresa el vacío, la angustia, el deseo de marcharse.
“Conocí a un guitarrista que decía que la radio era su amiga. Se sentía emparentado no tanto con la música como con la voz de la radio. Su carácter sintético. Su voz, que no había que confundir con las voces que salían de ella. Su capacidad para transmitir la ilusión de personas a grandes distancias. Dormía con la radio. Creía en un Lejano País de la Radio. Creía que jamás encontraría ese país, de modo que se conformaba con limitarse a escucharlo. Creía que había sido expulsado del País de la Radio y estaba condenado a rondar eternamente por las ondas, buscando una emisora mágica que le devolvería la herencia perdida”, página 39, Homestead Valley, California, 1979.
Los grandes directores de cine, a la hora de leer un libro, no andan solo detrás de historias o argumentos para sus cámaras. Olfatean con intuición atmósferas emocionales y estéticas, nubarrones donde se presagia la tormenta.
Eso, justamente, le pasó al director de cine Win Wenders, quien luego de leer ‘Crónicas de motel’, de Shepard, supo que quería hacer una película con ese polvo de luz, con esos ‘territorios inhóspitos’ habitados por voces peregrinas, que se pierden como un crótalo entre las piedras del desierto.
‘Crónicas de motel’ fue el punto de partida de ese gran filme llamado París-Texas (con Harry Dean Staton, hermoso actor de 91 años, hoy).
“El filme que yo había querido hacer de Estados Unidos estaba ahí, en ese lenguaje, esas palabras, esa emoción americana. No como un guión sino como una atmósfera, un sentido de la observación, una suerte de verdad”, señala Wenders en la contratapa del libro.
El guión de ‘París-Texas’, ganadora de la Palma de Oro, le pertenece a Sam Shepard y diríamos que también son suyas esas atmósferas/secuencias cuando la cámara registra la soledad y la muerte, como dos amigas que no se hacen daño.
“El movimiento es el origen de la existencia. Sin movimiento nada surge o existe”, sentencia el sabio y viajero árabe Ibn al-Arabi en el siglo XII, en su libro ‘El libro de la revelación y los efectos del viaje’. Y acota: “De no haber movimiento se estaría regresando a la nada, al vacío. El viaje es infinito”.
Sam Shepard sabe muy bien -y nos lo cuenta- que el viaje es interior. El viaje/transformación está dentro de nosotros, parece decirnos.
“Las desgracias del mundo se deben a que la gente no es capaz de permanecer veinticuatro horas seguidas en una habitación”, advierte Pascal.
En la vida real, al parecer, no hay camino. No hay salida.
Shepard empezó su vida cortando lana de oveja en una granja en Duarte (California). En su juventud, mientras alternaba sus ejercicios poéticos y actorales, trabajaba como mozo de cuadra en un rancho de caballos. Fue recolector de naranjas y esquilador, luego pensó hacerse veterinario y mudarse a Nueva York.
Obtuvo el Premio Pulitzer por la obra de teatro ‘Buried Child’ (1979). Tuvo un intenso romance con la roquera y poeta Patti Smith, con quien escribió la obra ‘Cowboy Mouth’.
A su tiempo, cuando era joven, tomó sus baquetas de maple y colaboró musicalmente con los Rolling Stones y Bob Dylan. Se decía de Shepard que era un baterista de golpe ácido en los platos. Dejó más de cuarenta obras de teatro y algunos libros de relatos que le valieron la admiración del escritor Richard Ford.
Jessica Lange -que venía de dos matrimonios aburridos- recuerda de Shepard cuando lo conoció: “Me enamoré de su carácter salvaje y seductor”.
Los dos dejaron atrás relaciones convencionales, se tomaron de la mano y vivieron unos tumultuosos 30 años.
El escritor, baterista, vaquero solitario, ha dejado las botas gastadas de libertad, viajes interiores y polvo de carreteras.