Las ciudades están llamadas a ser los motores del nuevo mundo. No obstante, se están convirtiendo en monstruos que estrangulan a los millones de personas que circulan por sus atestadas calles.
No importa si es Sao Paulo, Caracas, Bogotá, México D.F., Bombay o Hong Kong; en todas estas metrópolis las imágenes son calcadas: calles repletas de automotores que no avanzan sino centímetros por minuto y causan una contaminación ambiental difícil de digerir.
Ya son clásicas las vistas de los entrenamientos que realizaron hace poco los seleccionados de Argentina y Brasil en Pekín, bajó un cielo totalmente oscuro por el esmog.
Quito, a pesar de que no llega a los tres millones de habitantes, no se escapa del contagio. Basta tomar un bus en Sangolquí con dirección a Quito a las horas pico, para imaginarse cómo debe ser el infierno.
Pero el prototipo de lo que no hay que hacer es Sao Paulo. En esta megalópolis de 18 millones de habitantes, la división entre ricos y pobres es sintomática. Sobre su espacio aéreo totalmente contaminado vuelan diariamente más de 1 000 helicópteros privados, cuyos dueños no se atreven a ir por las calles por temor a que les asalten.
Varias urbes estadounidenses también sufren males parecidos. El área de influencia de Los Ángeles tiene 18 millones de seres humanos, que viven en casas rodantes o prefabricadas sin los servicios básicos mínimos.
¿Hay remedio para tanto desconsuelo? Los modelos de Barcelona, España, o Curitiba, Brasil, emergen como faros en medio de tanto esmog. Ambas han logrado el éxito urbano basadas en dos pilares: el ordenamiento del transporte colectivo y el aumento sustancial de los espacios verdes.
Quito camina en esas direcciones: ¿lo logrará?