Médicos y Medicinas en Quito del siglo XIX

Parte de la muestra ‘La memoria y la historia del Hospital San Juan de Dios’. Foto: archivo EL COMERCIO

Parte de la muestra ‘La memoria y la historia del Hospital San Juan de Dios’. Foto: archivo EL COMERCIO

Parte de la muestra ‘La memoria y la historia del Hospital San Juan de Dios’. Foto: archivo EL COMERCIO

Revisar la historia de la Medicina en el Ecuador, particularmente en el siglo XIX, es una tarea compleja y aleccionadora a la vez. Queda en evidencia la lucha permanente que debieron realizar algunos galenos cuyas vidas son ejemplo de constancia por cumplir con su juramente Hipocrático.

Estos personajes, olvidados en su mayoría, constituyen para la ciencia de la Medicina en el Ecuador, un verdadero ejemplo de perseverancia y servicio, sobre todo a las clases sociales más necesitadas. 
En este campo se han realizado varios estudios, sobre todo en la documentación que pertenece al antiguo Hospital Real de la Misericordia de Nuestro Señor Jesucristo, fundado en 1565 y que más tarde fue conocido también como Hospital Real, Hospital de Pobres, Hospital Real de Nuestra Señora de Belén, Hospital de Nuestra Señora de la Caridad, Hospital de los Betlemitas, Hospital de Caridad, Hospital de los Belermos y desde el siglo XIX, Hospital San Juan de Dios.

Desde el 9 de marzo de 1565, no cerró nunca sus puertas, hasta 1975. (Jorge Moreno, Nancy Morán, ‘Historia del Antiguo Hospital San Juan de Dios’, T.I., Quito, Imprenta Mariscal, Quito, 2012, p. 13).
Sin embargo, para conocer a ciencia cierta el desarrollo de la Medicina, particularmente en Quito, debemos acudir al archivo histórico de la Universidad Central del Ecuador, a su vez uno de los centros documentales más valiosos e importantes del país desde el punto de vista académico, toda vez que posee registros que son verdaderos tesoros históricos relacionados con el pasado nacional.

Llaman poderosamente la atención los informes médicos sobre las medicinas que se recetaban en varias boticas de Quito para tratar diversas enfermedades, sobre todo por el hecho de que galenos y farmacéuticos mantenían una permanente controversia, llegando al extremo de que a finales del siglo XIX se pretendió crear una Escuela de Farmacia separada de la Facultad de Medicina de la Universidad Central, aduciendo que “los médicos no entienden de compuestos químicos para el tratamiento de enfermedades, razón por la que es necesario establecer una propia Escuela para preparar a gente que sepa del oficio” (Archivo histórico UCE, Facultad de Medicina, Informes 1896).

La enseñanza de Medicina era absolutamente teórica. “La Anatomía se impartía recitando el texto de tal o cual libro que era propiedad del profesor, puesto que ni siquiera la Facultad tenía un ejemplar. Un alumno, cuando el maestro no acudía a clase, lo cual era muy común, recitaba al pie de la letra el contenido de tal o cual página sin recibir comentario alguno. Cuando el maestro acudía, no empleaba recursos didácticos, sino que, a lo máximo, salía al patio del hospital y dibujaba en el piso los huesos y partes del cuerpo humano, sin tener en cuenta que en el osario de ese mismo lugar había cantidad de restos que bien podían servir de material para el aprendizaje.

No había disecciones obligatorias, razón por la que cuando se practicaba alguna de ellas, el profesor lo hacía de prisa, sin que el alumno tuviera oportunidad de aprender el procedimiento de manera adecuada. 
“La Clínica fue también teórica, nunca frente al enfermo, causa por la que cuando el estudiante debía aplicar los conocimientos, se valía de un cuaderno de apuntes, cuyas notas casi siempre eran mal tomadas, motivo por el que los resultados eran catastróficos.

Como no había instrumental para operar, más que un pequeño y viejo estuche de cirugía adquirido por el empeño del profesor que enseñaba la asignatura y que cuando renunciaba a su cargo, los alumnos se quedaban sin ese instrumento, volviendo a la teoría. Para solucionar este problema, el nuevo profesor dibujaba en una pizarra los órganos y cómo debía efectuarse la operación en un enfermo, acto que al momento de efectuar una verdadera intervención, los estudiantes tenían terror de hacerlo y si lo hacían, todo era un desastre, puesto que generalmente el operado fallecía por la mala práctica. Quizás el escenario de las guerras políticas eran los mejores momentos para practicar una verdadera operación con los soldados moribundos.


“En cuanto a la enseñanza de Farmacia, esta era objeto de verdadera desconfianza por parte de los enfermos, ya que los curanderos aborígenes tenían más conocimiento del tratamiento de enfermedades que los médicos, ofreciendo recetas naturales, antes que los químicos y polvos que mandaban los galenos, quienes no acertaban a dar las dosis adecuadas por la falta de práctica y experiencia.

En síntesis, la Facultad de Medicina preparaba médicos teóricos, cuya eficiencia en el tratamiento de enfermedades era muy cuestionada” (La Medicina en el Ecuador, Edición anónima (folleto) s/a, s/e, p. 11, BAEP)
Ante la crítica situación, varios médicos que habían realizado sus estudios fuera del país, generalmente en Europa, como los doctores José Manuel Espinosa, Carlos Rodolfo Tobar, Lino Cárdenas y Ascencio Gándara, para citar algunos, fueron llamados a ejercer la docencia, y llegaron más tarde al Decanato en la Facultad de Medicina de la Universidad Central y finalmente al Rectorado.

Se preocuparon por mejorar la enseñanza de la Medicina, obligando a los estudiantes a leer y estudiar textos de autores ingleses y franceses, varios de los cuales eran traducidos por ellos mismos. 
Lo grave de todo era la tenaz oposición de los profesores antiguos, quienes no estaban de acuerdo con estos cambios, por considerarlos “inoficiosos y absurdos, por cuanto la Medicina debe aprenderse en los libros y no tocando a los enfermos” (Ibid Informes al decano de Medicina, 1890. Archivo UCE)
 Cuando García Moreno fue rector de la Universidad (1857-1858) obligó a los médicos y estudiantes a realizar prácticas permanentes en el hospital San Juan de Dios, en donde la atención era crítica, llegando al extremo de que “ de cada 10 enfermos que llegan ocho mueren por falta de atención, ya que no hay ni siquiera un mísero manto para cubrir su cuerpo y si lo hay, no pasan de ser hilachas desvergonzadas.

Ir a este hospital es considerarse muerto, por cuanto si logran curarse de algo, inmediatamente se enferman de otra cosa debido al contagio espantoso que existe, de allí que los enfermos procuran tratarse con los llamados curanderos indios, que son otra desgracia por cuanto son charlatanes y agoreros de mala fama, a quienes solo les interesa vender sus venenos. Sin embargo, los dolientes prefieren ello antes que ir a padecer sufrimiento tan largo y cruel, por lo que es urgente que se remedie esta calamitosa situación….” ( Informe sin firma al Decano de Medicina, 14 de mayo de 1870 Ibid. Archivo UCE, )


Los pacientes, si no morían por falta de atención médica, lo hacían por ingerir medicinas absurdas que se despachaban en la farmacia, como polvo de cuerno de ciervo, ojos de cangrejo, mantecas de oso, lagarto, tigre, culebra, llama, iguana y danta. También se recetaba “uña de la gran bestia”, polvo de picos de huirachuro, quinde, gorrión y chimbilaco, patas y telas de araña, alas de mariposa negra, “suelda con suelda” (aguas que se traía de las herrerías). 


En fin, cientos de bebidas, jarabes, elixires, ungüentos, aguas preparadas y otras barbaridades que para la época eran consideradas “pócimas milagrosas”, que eran administradas por los propios médicos, cuyo accionar era motivo de gran desconfianza entre los enfermos, llegando al extremo de que a mediados del siglo XIX, la profesión de Medicina llegó a ser menospreciada “por su incompetencia para curar y salvar vidas” (Miguel Valverde, ‘El Ecuador del siglo XIX, Quito’, Imprenta de L.V.G, 1935, p. 64)
 * Historiador, profesor universitario especializado en temas sociales nacionales.

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