María Helena Barrera Agarwal, para EL COMERCIO (mhbarrerab@gmail.com)
La reciente develación de un mural comisionado por el presente régimen a través de la Fiscalía General del Estado ha creado polémica. La misma es bienvenida, pues brinda ocasión para que se cuestione la razón por la cual la memoria de los más grandes artistas ecuatorianos del siglo veinte siguen siendo colectivamente desdeñada en favor de una promoción perenne y persistente del pintor Oswaldo Guayasamín. Promoción que se ha incrementado considerablemente durante los últimos siete años, tanto en relación con el artista como respecto a sus discípulos directos e imitadores.
Quienes han analizado el tema con anterioridad coinciden en que Oswaldo Guayasamín poseía un superbo sentido de la autopromoción. Mestizo, miembro de una familia perfectamente integrada dentro del ámbito de la emergente clase citadina y media de mediados del siglo veinte, supo encontrar en su apellido paterno una marca de comercio de incomparable eficiencia, apta a complementar su talento.
Guayasamín utilizaría su nombre para auto certificarse como un nativo americano de buena y pura ley. Basaría en esa categorización una narrativa personalísima: en razón de sus raíces, su obra debía apreciarse como la voz de los sin voz. Celebrado como el auténtico representante de toda una raza, utilizaría tan publicitada pertenencia para posicionarse como un producto eminentemente exportable; no en vano su descubrimiento internacional emergería de un coup de coeur de Nelson Rockefeller. Al mismo tiempo, los temas recurrentes de su arte –sufrimiento indígena aureolado de exotismo– lo transformarían en un referente de ciertos sectores de la izquierda americana.
Esa paradójica simbiosis entre capital y revolución se convertiría en un rasgo indispensable de su éxito. La expresión inglesa ‘to cater’, aplica en las circunstancias. Gracias a una combinación de sensibilidad para con las necesidades del cliente y de fiabilidad a toda prueba, Guayasamín se convertiría en el pintor favorito tanto de un mercado artístico dispuesto a pagar sus precios, como de un mercado ideológico listo a entronizarlo como maestro indispensable. Su genio se encarnaría plenamente en la habilidad desplegada para satisfacer a cabalidad esos intereses contrastantes.
La permanencia de esa popularidad poseía una base firme. Quienes adquirían un Guayasamín lo hacian celebrando su consistencia. Sabían que se hallaban ante un valor seguro, sin temor de un cambio de curso que pusiese en peligro su inversión, monetaria o política. La marca Guayasamín les garantizaba un contenido específico, tanto ideológica como artísticamente. Una vez alcanzada la formulación óptima de ese contenido, nada esencial variaría. Esa inmutabilidad aseguraría la persistencia del interés de ambos mercados: toda marca busca crear lealtad entre sus consumidores mediante la estabilidad del producto que promueve.
Es difícil imaginar qué caminos habría tomado la obra de Guayasamín en ausencia de esa voluntad restrictiva. Luego de anclarse en un ventajoso modus operandi, ¿sintió el artista alguna vez la urgencia de experimentar con lo recóndito y lo inesperado? Es imposible saberlo. Lo cierto es que su obra –especialmente durante sus décadas finales– se torna perfectamente predecible en función de esa inmutabilidad. Imbuido de certezas identificables, es un arte que busca generar certidumbres, jamás dudas, sobre el producto que propone.
Esas certezas transpiran de la iteración de sus trazos y de sus temas. La culminación de ese proceso de anquilosamiento es obvia en su obra final, la denominada Capilla del Hombre. El que el publicitado tema de la misma sea el ser humano –un ente cuya única e intrínseca constante es, precisamente, la duda– convierte el concepto en un ejercicio del absurdo. Un absurdo cuyas verdaderas raíces se comprenden mejor cuando se considerara que el edificio es calificado de “capilla” y no de “morada” o de “espacio”, y que las condiciones del culto en ella instaurado aluden no tanto a un ser o seres abstractos cuanto a uno muy concreto, el hombre que las creó.
La continuidad de la presencia de Guayasamín como ícono del presente régimen se comprende de inmediato bajo tales premisas. Se trata de un valor ideológicamente seguro y sólido, en el que se refleja la inflexibilidad predominante en las políticas de éste gobierno. Habría sido extraordinariamente incongruente el que se reivindicase como artistas oficiales a creadores como Camilo Egas, Araceli Gilbert, Jaime Andrade, Galo Galecio y otros. La impronta de sus respectivos genios jamás se redujo a una marca de comercio. Su arte fue libre y no cesó de evolucionar en función de sus búsquedas internas. Ninguna obra por ellos creada o influenciada habría sido apta para adornar los muros de una fiscalía en un país en el que todo disentimiento ha pasado a ser observado como traición.