Manabí: en el corazón de los Caras

En puerto Portovelo capturan camarones. La pesca domina en el lugar. Fotos: Wladimir Torres / EL COMERCIO

En puerto Portovelo capturan camarones. La pesca domina en el lugar. Fotos: Wladimir Torres / EL COMERCIO

En puerto Portovelo capturan camarones. La pesca domina en el lugar. Fotos: Wladimir Torres / EL COMERCIO

Han pasado siglos y aquí no olvidan los remos. La navegación, esa herencia del pueblo Caras, late con fuerza entre los caseríos que rodean el refugio de vida silvestre Isla Corazón y Fragatas.

La confluencia de los ríos Chone y Carrizal, entre los cantones Sucre y San Vicente (Manabí), dio nombre y forma al principal islote de esta reserva, que abarca 2 811,67 hectáreas entre aguas estuarinas y manglares. La corriente bosquejó su silueta, acomodando los mangles rojos, negros y blancos en sus orillas.

“La isla se formó por los sedimentos arrastrados por los ríos. No tiene más de 200 años de formación y recién entre 1998 y el 2000 se descubrió que tenía forma de corazón”, relata Carlos Moreira, uno de los guías de la comunidad Portovelo, dentro del refugio.

Él es uno de los expertos navegantes del lugar. Ese legado de los caras, quienes arribaron a estas costas en balsas, surcando el océano Pacífico entre los años 700 y 800 a. C., lo aprendió de su padre.

También, le enseñó a pescar, un oficio que combina con los recorridos turísticos en botes que zarpan desde Puerto Portovelo, un pintoresco pueblo ubicado a 8 kilómetros de San Vicente, en la vía que conduce a Chone.

Los niños y jóvenes se vinculan con la protección del refugio. Una asociación juvenil organiza paseos en kayak para el avistamiento de aves migratorias. Foto: Wladimir Torres / EL COMERCIO

En su camiseta lleva el dibujo de una fragata de pecho acorazonado, el ave símbolo de este santuario. La reserva es reconocida por tener una de las colonias de fragatas más grandes del Pacífico. Cristian Soledispa, técnico del Ministerio del Ambiente, cuenta que en los conteos han detectado entre 20 000 y 25 000 ejemplares en su solo lugar.

Las fragatas habitaban un costado de la isla Corazón, pero el sismo de abril pasado las obligó a trasladarse. Era la época de anidación y el terremoto desprendió algunos mangles que acogían huevos y polluelos. Ahora se concentran en la isla Fragatas, cercana al puente Los Caras, del lado de Bahía de Caráquez. Un muelle y el sendero en la isla también se afectaron. Pero la vida en el manglar sigue.

Este es el hábitat de 136 tipos de aves. Cuando la marea baja, las garzas dan zancadas en el lodo, en busca de diminutos cangrejos violinistas; los cormoranes posan en los playones, esperando que el sol seque sus plumas; y los pelícanos pardos sobrevuelan las canoas de los pescadores, intentando tener alimento fácil.

El manglar es además la casa de cinco especies de mamíferos, como mapaches y zarigüeyas; 22 tipos de invertebrados; cinco especies de reptiles; unos 60 tipos de peces, entre robalos, caritas y lenguados. Y entre su flora destaca un tipo particular de mangle: el rojo concha, conocido únicamente en este lugar.

Este paraíso que enamora también es el hogar de humildes familias, como los Chesme Carrasco, una de las más antiguas de Puerto Portovelo donde apenas hay 15 casas. Los esposos Segundo y María superan los 80 años y aún lanzan con brío las redes para recoger camarones. Su rutina diaria es una postal para los turistas que los visitan.

Los comuneros dirigen cuatro rutas en la reserva. A más del túnel de mangles hay un sendero de 250 m, que por ahora está en reparación. Hay una ruta de aves migratorias y otra de fragatas. Foto: Wladimir Torres / EL COMERCIO

22 comunidades ribereñas son el palpitar de esta reserva natural. El área está vinculada con los cantones Tosagua, Bolívar, Junín, Chone, San Vicente y Sucre, que conforman la cuenca hidrográfica del estuario del río Chone.

Sus pobladores más cercanos dependen del manglar. Y algunos mantienen la agricultura en los márgenes, hacia las montañas cubiertas por el bosque seco tropical. “Somos cholos-montuvios”, dice Carlos. “Nos dicen los ‘pata salada’, porque andamos descalzos por las orillas”.

Varios comuneros, como Manuel Bazurto, recolectan guariches -o cangrejos rojos, aunque acá no los conocen por ese nombre-. Otros se sumergen en busca de ostiones. El lodo les da conchas y cangrejos azules. Carlos, el guía, recoge camarones.

Ese vínculo con el agua, como lo tuvieron los caras, se aprecia en toda la ruta. Incluso antes de entrar al corazón de la isla. Cuando la marea sube es posible internarse en canoa por un túnel de un kilómetro que atraviesa el islote.

“Ahí vivían tiburones y delfines. Hay leyendas de barcazas piratas y anclas gigantes; hasta se decía que veían duendes y fantasmas”, cuenta el guía. “Pero antes no tenía forma de corazón. Por eso, y por las leyendas, se la conocía como Los Aposentos”.

Y su contorno sigue variando. En la década de los 80, la deforestación a causa del crecimiento de la industria camaronera dejó huellas en la reserva. Los comuneros decidieron recuperar el manglar con resiembras que empezaron en 1998. “Las plantas crecieron, pero también cambiaron la forma de corazón de la isla -dice Carlos-. Ahora es más alargada, como un lápiz”.

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