Juan Goytisolo y el privilegio terrible de contar la guerra

Goytisolo habla con periodistas cuando ganó el Premio Cervantes, el más importante de las letras castellanas. Javier Lizón / EFE

Goytisolo habla con periodistas cuando ganó el Premio Cervantes, el más importante de las letras castellanas. Javier Lizón / EFE

Goytisolo habla con periodistas cuando ganó el Premio Cervantes, el más importante de las letras castellanas. Javier Lizón / EFE

Hay periodistas en Ecuador, aún vigentes, que siempre recuerdan cómo su mayor momento profesional fue haber cubierto la guerra del Cenepa. Las generaciones que están relevándolos los escuchan, entre esa ambigua sensación que deja la admiración, quién sabe si con algo de envidia, pero fundamentalmente con el anhelo de estar en ese lugar, como si fuera privilegio de pocos -quizá porque el periodismo del día a día ha ido perdiendo esas historias de la tensión extrema. El corresponsal de Guerra es el non plus ultra de todos los periodismos.

John Reed, Ryszard Kapuscinski, John Lee Anderson, Martha Gellhorne, Oriana Fallaci, son algunos de los nombres que interesan y permanecen. Pero también están aquellos que a la vez quedan registrados como parte de los grandes escritores literarios: Blaise Cendrars, Jack London, Curzio Malaparte, John Steinbeck, John Dos Passos y el más emblemático de todos –al menos es el que se ganó ese lugar para siempre-: Ernest Hemingway.

Son los referentes que hay que leer en el oficio del periodismo. Y son tan referentes que muchos sueñan -hemos soñado- en ser como ellos, si no en una guerra, por lo menos en algún lugar en donde vivir momentos extremos -la tensión de una historia que se debe escribir. Eso es algo que tiene el periodismo. Eso es algo que también tiene la literatura: escribir una historia, escribir un texto. Y ese es el lugar en donde ambos se encuentran.

Quizá en lengua española no tengamos tantos ejemplos de lo que es ser un corresponsal de guerra. Tampoco se puede decir mucho de los periodistas ecuatorianos. Del Cenepa, por ejemplo, no queda ninguna obra, periodística o narrativa, que se pudiera calificar de ejemplar. Hubo atisbos, escarceos, intentos, pero no hubo logros mayores (son cosas que pasan en el oficio del lenguaje). Y quizá por eso -¿es una exageración?- hemos olvidado o ignorado casi deliberadamente al escritor Juan Goytisolo, fallecido en Marrakech (Marruecos), el 4 de junio pasado.

Tal vez sea arriesgado decir que Goytisolo fue un corresponsal de guerra. Sería ignorar que escribió de todo en literatura, si concedemos al periodismo algún rincón de la literatura. Pero sus crónicas de conflictos en Sarajevo, en Chechenia y en Argelia pueden considerarse como memorables. Y en todos esos lugares vio y registró con una prosa interesante -impecable, eso sí- los horrores que se vivía. Vio la “limpieza étnica” de los serbios contra los bosnios durante el cerco a Sarajevo. Vio cómo los rusos, en Grozny, mataban a mansalva a los guerrilleros chechenos. Vio cómo los islamistas “degollaban a su antojo y se producían constantes matanzas, nunca totalmente aclaradas”, escribe Guillermo Altares en El País, de España, diario para el cual Goytisolo fue el corresponsal de guerra durante esos conflictos.

“En la paranoia en la que se hallan sumidos los argelinos nadie puede responder con certeza a la pregunta. Si en una mayoría de casos la mano criminal no ofrece dudas, en otros las dudas no han sido aclaradas aún”, escribía un inquisitivo Goytisolo, ahora citado por Altares en la nota de homenaje al escritor y periodista.

El sitio de Sarajevo, reflejado en Cuaderno de Sarajevo, se publicó en 1993 como libro, pero tuvo sus ediciones previas en El País. Luego adquiere forma de novela, en El sitio de los sitios, dos años más tarde. Eso es lo que hace un periodista y escritor: el registro periodístico y luego darle forma de relato literario, con todos los rigores que supone el delicado límite entre la realidad y la ficción.

Curiosamente, tiene ese elemento de la ternura aunque se estén viviendo momentos dramáticos. Hay una calle constante: ‘La avenida de los francotiradores’. Su recurrencia en el relato provoca pánico. Es como si estos ‘snipers’, estos tiradores de élite, fueran parte de una diversión en el panorama de la limpieza étnica, en la que “nada garantiza que el punto de mira de un tirador de élite no se haya fijado de improviso en tu insignificante persona”.

Una guerra no se relata con neutralidad. Al menos, no la de la desparecida Yugoslavia. Hay imperativos. Hay razones éticas. Hay el enorme cuestionamiento a los intelectuales y escritores del mundo -y se cuestiona al mismo mundo-, a la enorme indiferencia que vivía la comunidad internacional ante lo que pasaba en ese conflicto. “Vivir estas horas cruciales es un privilegio terrible”, dice.

“¿Dónde están los Hemingway, Dos Passos, Koestler, Simone Weil, Auden, Spender, Paz, que no vacilaron en comprometerse, como Malraux y Orwell, al lado del pueblo agredido e inerme?”, se pregunta. Y desafía ese estado de cosas que ocurrió luego de la caída del Muro de Berlín y que llevó a la historia a escribirse de otro modo.

Sería injusto decir que su mayor esfuerzo fue reportar la guerra. Tuvo el valor de escribir una biografía de su infancia y juventud, Coto vedado (1985), en el que sin restricciones –algo difícil para las autobiografías españolas de hasta entonces, en las que se ha procurado “decir de menos”, según Ana Caballé- se refiere a su homosexualidad. Pero también fue uno de los primeros de mediados del siglo pasado que intentó -y con lo bien que nos hubiese venido- acercar Oriente y Occidente.

Pero en esencia fue corresponsal de guerra, ese lugar ideal del periodismo, ese que fascina desde la teoría a cualquier periodista porque ofrece un doloroso privilegio.

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