La la land: o el jazz o la chica

Ryan Gosling y Emma Stone son los protagonistas del musical de Damien Chazelle.

Ryan Gosling y Emma Stone son los protagonistas del musical de Damien Chazelle.

Ryan Gosling y Emma Stone son los protagonistas del musical de Damien Chazelle.

Tal vez el problema era que había visto Singin’ in the rain (1952) hace poco tiempo pero, durante la primera parte de La la land (2016), no podía dejar de preguntarme: ¿cómo nadie ha escrito sobre lo limitados que son Ryan Gosling y Emma Stone para bailar? No tuvieron que pasar muchos minutos para que la misma película -que ya ganó siete Globos de Oro y ganará un número no menor de premios Oscar- me golpease, para mi bien, como una piedra en los dientes. La verdadera pregunta ahora era: ¿por qué hablar de algo que llega a ser imperceptible, incluso tierno, junto a todo lo que nos da Damien Chazelle en su tercer trabajo como guionista y director que, si aquello es posible, incluso logra superar a su espectacular Whiplash (2014)? ¿Por qué no preguntarnos qué está pasando con este tipo que recién acaba de cumplir 32 años la semana pasada?

Lo mejor que nos puede haber sucedido como espectadores es que Chazelle, habiendo sido baterista en Princeton, no haya tenido suficiente talento para dedicarse a la música. Porque así pudo estudiar Visual Arts en Harvard y dedicarse a hablarnos de jazz. O, mejor, de la pasión por el jazz. O de la pasión por cualquier cosa y todo lo que esto suscita a nuestro alrededor. O, mejor todavía, de la necesidad de ser queridos por alguien en medio de la carrera frenética por la consecución de esta pasión. O de todas las cosas anteriores. No, no estoy hablando de Whiplash -ver aquella terrible conversación en una cafetería cuando la percusión termina por vencer el pulso a la chica que “no sabe lo que quiere” porque no es genial- sino de La la land, pero, como pasa con los grandes escritores, los temas se repiten. Desde que empezamos a existir: los temas se repiten y se repiten.

Seb (Gosling) y Mia (Stone) caminan por las calles artificiales de los estudios de la Warner. De hecho, acaban de pasar el lugar donde se filmó Singin’ in the rain. Van vestidos de oficinistas a sueldo: él, pianista, alterna entre el desempleo y las canciones navideñas de fondo, mientras ella, aspirante a actriz, vende cafés a las celebridades. Ambos esperan que la gran ciudad de Los Ángeles descubra sus talentos. Él le aconseja que escriba sus propias obras de teatro, que deje de ir a castings para ser secundaria. Ella replica que, antes que todo, antes de continuar conociéndose, debe dejar claro que odia el jazz. Seb se para en seco porque lo que escucha no tiene sentido. No es que esté en desacuerdo, no, porque solo se puede estar en desacuerdo con algo que tiene cierto sentido. Lo que pasa aquí es que el juicio “odio+el+jazz”, como diría cualquier filósofo analítico, no tiene referentes claros. Es una generalización.

Y lo que sigue inmediatamente en la pantalla es la puesta en escena de una apasionada escritura de Damien Chazelle, a través de la turbación de Ryan Gosling, explicándonos que este tipo de música no es Kenny G ni ambiente de ascensor: “Cuando la gente dice ‘odio el jazz’ es solo porque no tiene contexto, no sabe de dónde viene. No es relajante. Sidney Bechet le disparó a alguien porque le dijo que tocó mal una nota. Eso difícilmente es relajante. Tienes que verlo, ver qué está en juego”. Y aquí lo que empieza a estar en juego es un idílico romance tejido con bailes de claqué a medianoche, idas al cine, huidas soñadas de cenas formales y largos vestidos amarillos de una pieza. Aunque, en realidad, detrás de todo el vestuario y los homenajes musicales, el relato no tiene nada de cursi ni de ingenuo. Escribir, para Damien Chazelle, es difícilmente relajante. Tampoco sería raro que exista un disparo en el set de grabación por decir a destiempo una línea. Alguien opinaba, con toda razón, que a la “química” de la que tanto se habla entre Gosling y Stone hay que buscarle un origen menos esotérico: se llama guión. Se llama escritura apasionada e inteligente, delicada e irónica, adorable y mordaz.

Aunque, por el género, un musical puede dar la sensación de movernos permanentemente en un ambiente de ensoñación optimista, de fantasía californiana, Chazelle habla -y aquí serían interesantes, otra vez, los paralelismos con Whiplash- de la inseguridad profesional, de la búsqueda de autenticidad, del reclamo de éxito, de lo inestable que puede ser una relación afectiva. “¿Te gustaba cuando era un fracasado porque te sentías mejor contigo misma?”, dice Gosling, en el mejor diálogo de la película, cuando una romántica cena sorpresa se quema -literal y figurativamente- antes de tiempo. O cuando Chazelle utiliza, en boca de Mia, una de las frases más repetidas en los romances de medio pelo -“te voy a amar para siempre”- aunque esta vez con efectos, visto en retrospectiva, demoledores.

Porque lo que hace La la land al final es maravilloso. Se sirve de su mismo tono para, con la canción para piano Mia & Sebastian’s Theme compuesta por Justin Hurwitz de fondo, decirnos, tomándose todo el tiempo del mundo, que la vida no es como los musicales. Se despega de la realidad, otra vez, para mostrarnos el mundo perfecto -¿con comillas?, ¿sin comillas?- que nunca existe. El bien absoluto no existe en la tierra, que diría Tomás de Aquino, porque todo puede ser visto bajo su apariencia de mal. Estamos condenados a elegir. Intuimos la resignación en sus miradas, en los gigantescos ojos de Emma Stone: intuimos una aceptación de que no haya derrotas ni vencidos. Ambos dejaron su ciudad en busca del camino que, para Chazelle, otra vez -y perdón el Spoiler- es una bifurcación llena de música. La ciudad de Los Ángeles otra vez nos dice: o el jazz o la chica.

*Periodista, gestor cultural

Suplementos digitales