César Pallo cosechó una hectárea de cebada en este mes de agosto. Foto: Glenda Giacometti/ EL COMERCIO.
El intenso sol de la mañana ilumina los cultivos de cebada en la comunidad La Cocha de la parroquia Zumbahua, en Cotopaxi. Es agosto, mes en el que los páramos del sector se pintan de amarillo; el grano está maduro para la cosecha.
Familiares y amigos se reúnen en los campos para recoger el trigo y unirse a la minga, como todos los años. Con una hoz cortan las largas espigas de este cereal que crece en abundancia en este poblado de pequeñas casas dispersas.
Las espigas se apilan para formar montículos en forma de chozas, que luego se cubren con plásticos para evitar que el grano se pudra. Así se quedan de entre dos a tres meses antes del trillado. Esta última actividad consiste en separar el grano de las espigas golpeándolas con grandes maderos, pisoteándolas con mulas o tractores alquilados.
Los indígenas de este sector comercializan el 80% de su producción en los mercados de Latacunga, Zumbahua y Ambato. La cosecha restante la muelen para obtener arroz de cebada, cebada pelada o la tradicional máchica, un alimento diario que consume toda la familia. Además, sacan la semilla para la próxima siembra que arrancará en noviembre.
Esa es la costumbre que hace más de 150 años se mantiene. César Pallo, uno de los vecinos de este sector, cuenta que los conocimientos que aplica en la cosecha y el trillado fueron heredados de sus padres, abuelos y de los comuneros.
Todos en la casa de Pallo están alegres. Junto con su esposa e hijo preparan un pequeño ritual de agradecimiento a la tierra por la abundancia del trigo de este año. Con esta ceremonia también piden que las nuevas generaciones se unan al trabajo en el campo.
El acto se realiza antes de trillar las espigas recogidas. Por un instante, inclinan la cabeza y extienden los brazos dirigidos al cielo antes de iniciar la faena. Después esparcen en círculo las espigas y las golpean para que se desprenda el grano. Este proceso demora entre tres y cuatro horas.
“Mi abuelo José Latacunga y padre Segundo Pallo me enseñaron este trabajo que lo practica el pueblo indígena de La Cocha. Mis siete hijos de pequeños adquirieron la técnica del trillado y de la cosecha. Ellos continuarán transmitiendo estos conocimientos a sus hijos”, afirma Pallo.
Lamenta que un quintal de cebada cueste en el mercado entre USD 10 y 12, que no cubre el costo real de su trabajo. “Las autoridades deben ayudarnos en la comercialización, evitando a los intermediarios. Sin apoyo el campo quedará abandonado y todos nuestros saberes ancestrales morirán”.
Con las manos levantan los tamos de la cebada (residuos) y el viento limpia el grano.
“Huayrachina, huayrachina (virada con el viento, virada con virada)” grita en kichwa Óscar Pallo, de 20 años. El joven da vuelta a las espigas para continuar con el proceso de limpieza. Mientras trabaja cuenta que esa labor la aprendió de sus padres, a los 8 años.
El joven Pallo espera que esta costumbre no se pierda en el pueblo, porque hay familias que hasta usan mulas y caballos para el trillado.
En el campo, está Hilda Lisintuña. Con ayuda de sus primos y tíos hacen el mismo trabajo. Recogen las espigas que cosecharon la primera quincena de julio. La introducen en la máquina trilladora que alquilaron a Víctor Pilataxi.
La mujer, de 35 años, dice que para ahorrar tiempo alquilan la trilladora. Por cada quintal que obtienen pagan USD 3. El año pasado usaron mulas para el pisoteado, pero ahora decidieron cambiar. “Eso no significa que perdimos nuestros saberes ancestrales, están vigentes, como el arado con las yuntas. También, la cosecha y el ritual de agradecimiento aún lo conservamos”.
Este año Lisintuña sembró casi una hectárea de cebada y espera cosechar 10 quintales. “Voy a vender 6 y los 4 restantes quedarán para semilla y hacer máchica. Pero el precio no ayuda a los productores, eso obligó a los jóvenes a migrar a otras ciudades para trabajar”.