Las mingas se hacen frecuentemente, pero no como una obligación impuesta, sino como una muestra de solidaridad. Foto: Cristina Márquez / El Comercio
La envejecida casona de estilo republicano de la hacienda La Armenia es el único recuerdo visible de sus primeros dueños. Hoy, las propietarias son 60 familias indígenas, que dependen de estas tierras para subsistir.
Los nuevos dueños son los nietos de los primeros trabajadores de la hacienda, los comuneros de Amulá Chico, un poblado a 20 minutos de Riobamba. La producción de brócoli, tomate, babaco… que se comercializan en Riobamba impulsó los emprendimientos.
Los comuneros esperan restaurar la casa y fundar un proyecto de turismo comunitario. “Es nuestro sueño, queremos traer visitantes y contarles sobre la vida de nuestro pueblo y nuestra historia de progreso”, indica Armando Cando, de la Asociación 10 de Agosto.
Este grupo surgió en 1980. En esa época la vida de los comuneros era distinta, ninguno tuvo acceso a la educación y su mano de obra no era remunerada. “Antes vivíamos en condiciones muy injustas. Los capataces llegaban a llevarse nuestros borregos y nos los devolvían después de las mingas en la hacienda; por eso todos teníamos que ir, para recuperar nuestros animales. Eso pasaba tres veces al año”, recuerda Manuel Cando, uno de los comuneros.
Según él, eso se hacía a cambio de la autorización para cruzar por la hacienda hasta el río Chibunga: “No había otro camino, era la única forma de ir a recoger agua y también la única forma de salir a la ciudad”.
Cuando los comuneros se enteraron de la Reforma Agraria pensaron que se trataba de una broma; sin embargo, decidieron organizarse y buscar información. Mientras en otros sitios de Chimborazo los trabajadores de las haciendas las invadían, ellos prefirieron buscar un préstamo para comprar las tierras.
“Los abuelos ni siquiera soñaban con convertirse en hacendados. Antes había que sacarse el sombrero y saludar diciendo ‘amito’, ‘patroncito’, y hoy nosotros somos los dueños, nuestros propios jefes”, cuenta entre risas Manuel Buñay, otro comunero.
En un inicio 30 familias adquirieron las tierras, ellos obtuvieron un préstamo de 90 millones de sucres. A pesar de que las negociaciones con los propietarios fueron difíciles y el pago de las cuotas requirió de varios meses de trabajo, cumplieron con el pago cuatro años después de la firma del contrato.
Hoy, algunas prácticas culturales que se hacían en la época de los hacendados continúan. Durante las cosechas, por ejemplo, se canta el Jaway, para agradecer por la abundancia.