El danzante de los puentes elevados lleva al límite lo escénico

Julio Huayamave baila danza butoh en lo alto del paso vehicular a desnivel de las avenidas Francisco de Orellana y Plaza Dañín. Foto: Enrique Pesantes/ EL COMERCIO.

Julio Huayamave baila danza butoh en lo alto del paso vehicular a desnivel de las avenidas Francisco de Orellana y Plaza Dañín. Foto: Enrique Pesantes/ EL COMERCIO.

En una cama de hojas secas, con una gran piedra como almohada, descansa un hombre maniatado. Solo un taparrabos cubre el cuerpo, pintado integro de blanco. El cabello negro, largo y suelto, resalta sobre una máscara de mate.

La escena tiene lugar donde a nadie parece importarle: en una caseta metálica adosada a lo más alto de un paso a desnivel, en Guayaquil, con vehículos circulando raudos sobre la estructura.

Son las siete de la mañana y tendido en la plancha de metal, a unos seis metros de altura, el hombre empieza a moverse… Comienza a liberarse de las cuerdas con movimientos lentos que rematan en espasmos corporales, como si se tratara de una criatura que viene al mundo.

Es la segunda intervención escénica de Julio Huayamave, maestro de danza japonesa butoh, en el paso vehicular de las avenidas Francisco de Orellana y Plaza Dañín. Y el tema de la vida y la muerte, que emerge como el motivo interno del ‘performance’, es llevado al límite formal: el actor y bailarín coquetea a menudo con el peligro.

El danzante cuelga su cuerpo hacia atrás en la baranda de la caseta. En la máscara de mate se insinúan dos agujeros diminutos en el lugar de los ojos. Y aún con el campo de visión reducido el personaje contrae su cuerpo de forma compulsiva, resbala adrede, parece que una caída hacia la calle es solo cosa de tiempo.

“En el butoh cada uno tiene su propia danza y uno muere en escena para renacer”, dice Huayamave, fundador del grupo Thamé (Teatro de Artesanos). “Es una búsqueda en la que trabajas desde tus impulsos internos”.

El bailarín enreda un extremo de la cuerda a la baranda y atado al otro extremo se inclina hacia donde pasan velozmente los vehículos y otra vez un accidente parece inminente. Luego sale un poco de la seguridad de la caseta para hacerse más visible a los conductores - su único y cambiante público- al que comienza a provocar con sus movimientos acompasados.

“Lo interesante del butoh es que uno lo puede transcribir a su lenguaje, en mi caso a lo ancestral y antropológico”, explica este portovejense de 37 años, que además de bailar en los puentes, desde hace cinco años lleva sus intervenciones a plazas y esquinas de Guayaquil.

Huayamave busca recrear sensaciones intuitivas, sonidos e imágenes de estos lugares, capturar sus improntas energéticas para transcribirlas al cuerpo. Además pretende “generar sensaciones emocionales a un nivel inconsciente” entre el público: en el caso de los puentes los conductores y pasajeros de buses.

“Este es un espacio de entrenamiento, de confrontación, pero a la vez es una pieza escénica, ya es la presentación”, explica el bailarín, que toma sus salidas como un ejercicio de reinvención que le permite incorporar a su trabajo nuevas estéticas.

“El puente a desnivel es un ‘no lugar’, un sitio de tránsito que une dos puntos, donde casi no pasa nada. La idea es alterar esa realidad”, dice.

A mitad de la intervención, que le toma unos 20 minutos, el coreógrafo camina hacia el separador del puente atravesando en la vía la cuerda que lleva sujeta a su cuello, ante los pitazos de los autos, que bajan abruptamente la velocidad. Y luego sube sobre el muro que divide los carriles dobles en un acto de equilibrismo, con la piedra sobre la cabeza.

“Hace 15 años jugar con el límite no era posible, porque me desconcentraba el público, la ciudad. Pero ahora siento la capacidad, por decirlo así, de jugar en el filo de la navaja y explotar desde allí mis posibilidades expresivas”.

El danzante atraviesa a la caseta del frente donde terminará el montaje, otra vez acostado sobre la lámina de metal que el paso de los buses estremece, con la piedra aplastando vasi la cabeza y la boca llena de hojas secas.

Casi sobre el final se estaciona un patrullero de la Policía Nacional a preguntar por el “loquito”. Cuando el fotógrafo les informa que es una pieza de danza callejera uno de los policías sigue expectante, con una sonrisa, los movimientos finales de la obra. Pero los bocinazos de los vehículos que comienzan a acumularse y el grito de su compañero, lo sacan finalmente de ese estupor.

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