Vista panorámica del río Napo, que fue uno de los que navegó Sinclair junto a Theron Wasson. Foto: Archivo EL COMERCIO
Hace casi 96 años, un geólogo con pasaporte estadounidense recorría el Oriente ecuatoriano, tomando medidas, calculando altitudes o precisando ubicaciones de distintos rasgos morfológicos de una zona verde e inhóspita, donde desde hace siglos los hombres blancos vienen poniendo en escena, de distintas maneras, su necesidad de encontrar El Dorado; el que sea. Hoy, su apellido forma parte de un proyecto emblemático del Ecuador de los últimos 10 años: el Coca-Codo-Sinclair, símbolo indiscutible de un nuevo Dorado, que promete sacarnos del anterior.
¿Quién era, qué hizo y qué vio en este país Joseph H. Sinclair? El breve retrato que la American Antiquarian Society hace de él muestra a un hombre dedicado por entero al trabajo y con intereses tan diversos como la topografía, la traducción de textos antiguos o la bibliografía. Nació en Canadá en 1879, hijo de un inglés naturalizado en Estados Unidos; sin embargo, buena parte de su vida laboral la dedicó al Gobierno estadounidense y portaba pasaporte de ese país.
Cuando llegó al Ecuador, en 1921, contratado por la Leonard Exploration Company y acompañado de Theron Wasson
–geólogo e ingeniero estadounidense, y uno de los pioneros en las mediciones geofísicas aplicadas a la búsqueda de gas y petróleo-, Sinclair ya había servido a la Northern Pacific Railroad y a la United States Geological Survey. También había emprendido una carrera fuera del servicio público de Estados Unidos, viajando por Sudamérica, África y Canadá en comisión de servicios para compañías mineras.
Esa etapa de su carrera es descrita en la edición de EL COMERCIO del 31 de diciembre de 1921 de esta manera: “Reconocido en los países productores de petróleo como uno de los más prominentes geólogos del mundo. Debido a su habilidad y talento en la expresada ciencia, están hoy en explotación riquísimos yacimientos que, de otro modo, hubieran permanecido ocultos”.
De los cuatro meses que pasó, junto a Wasson, recorriendo “el Oriente”, Sinclair dejó algunos textos, de interés principalmente técnico y científico; entre ellos, uno de autoría de ambos que se publicó en el número de abril de 1923 de la American Geographical Society. Además de describir con detalle las montañas o los ríos que encontró en su travesía, también se dio tiempo para hacer breves observaciones de la gente que conocía.
Pese a su carácter intrépido, casi obligatorio para realizar su trabajo, no dejaba de sorprenderse ante la hazaña de los “hombres blancos” pioneros que conoció en sitios entonces remotos como Macas, Tena, Napo, Archidona o Canelos y en algunos caseríos ubicados a las orillas de ríos como el Napo, el Coca o el Pastaza.
En lo que entonces era el poblado de Napo, por ejemplo, se encontró con tres o cuatro familias que hablaban español, dueñas de fincas pequeñas, donde criaban ganado y caballos y cultivaban algunos productos como yuca, plátano, maíz y caña de azúcar. Entre esas familias estaba la de Manuel Rivadeneyra, quien les hizo de guía a lo largo del viaje. Sinclair y Wasson aseguran en su relato que mucho del éxito de su expedición dependió del conocimiento de Rivadeneyra de la zona y de su capacidad de contratar indios porteadores.
Entre las observaciones que hacen está la que ellos interpretan como la mínima predisposición al trabajo de los indígenas de la región. “Hay pocos indios, no es fácil convencerlos de que trabajen y por eso no se puede contar con ellos para grandes proyectos como las vías del ferrocarril o los oleoductos; las vías deben hacerlas los hombres blancos llevados con tal propósito desde pequeñas poblaciones como Baños y Ambato o de otra región, como pasó con la línea del tren entre Quito y Guayaquil”.
De hecho, cuenta que para conseguir porteadores desde Alapicos hasta Macas, Rivadeneyra debió pagar a los “jíbaros” (como llamaban a los indígenas que vivían al sur del río Pastaza) con veneno para usar en la cacería con cerbatana; fue la única forma de pago que les interesó. Rivadeneyra había conseguido la preciada preparación de un indígena del Perú y, al cabo de los ocho días de viaje, pagó a cada porteador con una cucharadita de la sustancia, y Sinclair cuenta que se fueron muy satisfechos.
El relato también deja ver que ambos expedicionarios se sorprendían con la inteligencia de los colonos de la zona, con su buen estado de salud y sus condiciones de vida pese a su aislamiento. El comentario sobre este último punto era: “El gran impedimento para el desarrollo civilizado de la parte oriental del Ecuador es la falta de vías de tren y su futuro depende de si se continúa la vía férrea que llega solo hasta Pelileo, para que llegue hasta el Oriente”. Como se sabe, aquello no ocurrió.
Sin que medie una explicación del porqué, de entre todos los países que Sinclair visitó a lo largo de casi 40 años de carrera, Ecuador se quedó entre sus querencias. Prueba de ello es su más preciada afición, según la American Antiquarian Society: la realización de una bibliografía completa de este país. Tarea titánica, mucho más para un bibliógrafo amateur como él; obviamente, no pudo concluirla pero dejó listo un ensayo introductorio a su proyecto, ‘La literatura periódica de Ecuador con algunas reminiscencias del viaje a ese país’, que reposa en la biblioteca de dicha sociedad.
Una meta que sí cumplió, en cambio, fue la traducción al inglés de ‘La Conquesta del Peru (1534, Sevilla Edition)’. Su curiosidad por diversos temas también lo llevó a investigar la desintegración atómica en 1933; y en 1943, tres años antes de morir (1946, en Ottawa, de una afección cardíaca mientras vacacionaba), se convirtió en director de investigaciones de la Union Mines Developments Corporation.
Seguramente el mundo, para él, era un enorme patio de juegos; en el que, por ejemplo, identificó el codo en el río Coca. Un rasgo morfológico crucial para determinar el aprovechamiento del agua del río en el monumental proyecto hidroeléctrico, al que su nombre ha quedado atado para siempre, al igual que al de su querido Ecuador, como una promesa latente de encontrar El Dorado; el que sea…