La muestra reúne en su mayoría retratos realizados entre el siglo XVI y el XIX. Foto: Pavel Calahorrano/ EL COMERCIO
El retrato de Manuela Sáenz rompe con el dominio de las imágenes masculinas en una de las salas del Museo de Arte Colonial, de la Casa de la Cultura Ecuatoriana.
En la figura pintada por Antonio Salas, en 1839, lleva puesto un vestido negro que deja ver la desnudez de sus hombros. Su larga cabellera está recogida en un moño y su cintura está ceñida con un fajín decorado con las mismas estrellas que usaban en sus charreteras los militares de la época. En su mano derecha tiene tres anillos colocados en los dedos meñique, índice y anular -un detalle de la moda local decimonónica-.
A diferencia de los retratos de Bolívar, Sucre, Flores o García Moreno, que siempre aparecen de pie y con sus cuerpos erguidos, el de Manuela Sáenz luce desparramado en una pequeña silla de madera. En sus retratos, los ‘padres’ de la patria clavan sus ojos vigilantes y feroces en dirección al pintor. Sáenz los desvía levemente con dirección al horizonte.
El cuadro de Salas, parte de la muestra ‘Cuatro siglos de transitar por Quito; un aporte a la historia del retrato’, funciona como un identikit de la vida social y política de la ciudad y también como la entrada al mundo interior de una de las figuras políticas más importantes de los procesos independentistas de la región.
En el país, la tradición del retrato data del siglo XVI. Uno de los más antiguos se exhibe en el Museo de América en Madrid. Se trata de la pintura ‘Los mulatos de Esmeraldas’, fechado en 1599 y firmado por Andrés Sánchez Gallque.
Los registros de retratos de esta época son escasos, sin embargo, en ‘Cuatro Siglos de Transitar por Quito…’ -que se empeña en mostrar la evolución de esta técnica en el país- se exhiben algunas piezas anteriores al siglo XIX. Una de ellas es el retrato de Fray Pedro Bedón, quien tuvo una participación activa, a través de sus sermones, en la Revolución de las Alcabalas.
Hasta finales del XIX, solo las personas con poder político, social o religioso podían acceder a un retrato pictórico. Era poco usual que un artista retratara a un indígena o a un negro. Por este motivo, en la primera parte de la exhibición resaltan las figuras de personajes como las del padre Francisco de Jesús Bolaños, hacedor de la Recoleta de El Tejar, los marqueses de Miraflores o el Barón de Carondelet.
Como en el cuadro de Manuela Sáenz, estos retratos están cargados de símbolos que hablan del poder y de la actividad a la que se dedicaban estos personajes. Elementos que aparecen en el siglo XVI y que se convierten en una constante hasta entrado el siglo XIX: las mesas, los bastones de mando, los libros y los relojes.
El ‘boom’ del retrato en el país empieza en el siglo XIX con una camada de artistas, de entre quienes se destacan Manuel Samaniego y Jaramillo, Luis Cadena, Juan Manosalvas, Joaquín Pinto, Rafael Salas, Rafael Troya, Antonio Salguero y Antonio Salas.
Ellos fueron los encargados de los identikits de los grandes personajes del período independentista. La mitología en
torno a Simón Bolívar cuenta que posó solo tres veces en su vida para hacerse un retrato. Uno de esos fue pintado por Antonio Salas, en 1826.
En el cuadro de Salas, Bolívar aparece con un traje militar de la época y el brazo izquierdo cruzado. Su frente amplia y sus patillas frondosas contrastan con el semblante de su cara. Un rostro compungido, con ojos tristones.
Sócrates sostenía que la función del retrato consiste en mostrar a una persona más allá de las apariencias, para hurgar en su alma. Un mundo cuya entrada está en sus ojos. ¿Qué vio Salas en los ojos de Bolívar?
Pedro Azara, en el ‘Ojo y la sombra, una mirada al retrato en occidente’, agrega que esta concepción del retrato tiene su origen cristiano en el velo de la Verónica. La mujer que enjugó con un paño el rostro de Cristo en su ascenso al Calvario. “Sus ojos agrandados por el dolor expresaban los sentimientos de la figura y los transmitían a los que contemplaban la imagen. De este modo, el espectador se identificaba con las pasiones de la figura del cuadro”, dice el autor.
En esta muestra solo en dos cuadros los retratados tienen los ojos cerrados. Se trata de dos monjas que fueron pintadas muertas; una práctica reservada a las abadesas para que su vida quedara como ejemplo.
En el tránsito entre el siglo XIX y el XX, los pintores ecuatorianos incorporaron a su trabajo el autorretrato . Esos ‘selfies’ pictóricos en los que buscaban, al estilo socrático, indagar en su propia alma. Lo hicieron Joaquín Pinto, Juan Manosalvas, Luis Cadena, Rafael Troya y también contemporáneos como Oswaldo Guayasamín, Eduardo Kingman, Oswaldo Viteri, Ramiro Jácome, Miguel Varea, entre tantos otros.
En estos autorretratos, el espíritu de cada artista sale a flote. Hay de los que mantienen un estilo clásico, como Troya o Pinto, y otros, como Varea, que se retrata a lo John Lennon, con unos gafas circulares que ocultan sus ojos, el cabello desordenado y los labios salpicados de un pálido tono rojo. El más irreverente, sin duda, es el autorretrato de Ramiro Jácome, una pieza que lo deforma.
En este recorrido histórico y visual la presencia de retratos o autorretratos de pintoras ecuatorianas es inexistente, pese a que han existido. Solo en el siglo XX saltan dos nombres de cajón: Alba Calderón y Piedad Paredes. La obra de esta última fue donada recientemente a la Casa de la Cultura e incluye varios retratos de su familia y autorretratos. Y uno de los retratos más famosos de Alba Calderón es el que le hizo a su esposo, el escritor Enrique Gil Gilbert.
En el siglo XXI, para seguir completando la historia, los retratos y los autorretratos continuarán siendo artefactos visuales que permiten la identificación con el otro.