La tradición en La Quebrada se inició en 1934 cuando unos pescadores se retaron a saltar. Foto: Pedro Pardo / AFP
Casi todos recuerdan la fecha exacta cuando por primera vez se lanzaron al vacío antes de probar “la eternidad”. Para los clavadistas de Acapulco, en el suroeste de México, el primer clavado hacia el mar desde la cima de La Quebrada no se olvida.
La sensación de volar dura tres segundos. Son treinta y cinco metros de caída libre que les llena el cuerpo de alegría y satisfacción.
Luego, el choque violento a casi 90 km/h contra la superficie del agua de un canal de sólo cuatro metros de profundidad agitado por las fuertes olas del Pacífico.
“Hay que visualizar el salto y, una vez en el vacío, es la cabeza la que controla el cuerpo”, describe Jorge Ramírez, de 43 años.
Pero antes de lanzarse, hay que esperar a que venga la ola. De lo contrario, uno puede estrellarse contra las rocas del fondo.
Jorge forma parte de una de las familias más reconocidas de clavadistas en Acapulco. Su padre, Mónico, de 62 años, ha pasado, como él, su vida cerca del acantilado. Ahora es su hijo, Jorge Antonio, quien sigue la tradición familiar.
“Al principio me daba miedo el mar, pero poco a poco terminó gustándome”, dice el joven de 24 años que de forma paralela estudia para chef.
Competencia de valentía
Todo comenzó hace 80 años por un desafío entre los pescadores locales. Una competencia de valentía que se ha convertido en una de las principales atracciones turísticas de la ciudad, conocida alrededor del mundo desde que en los 1950 grandes artistas de Hollywood empezaron a pasar ahí sus vacaciones.
“Estos son los super bowls de los clavadistas”, exclama orgullosamente Jorge.
Ahora son 62 los clavadistas que trabajan a tiempo completo en La Quebrada.
“Reciben un salario de unos 10 000 pesos (unos USD 580), un seguro médico y un día de descanso semanal”, dice el abuelo. Casi un lujo en un país de más de 55 millones de pobres.
Pero la actividad no está exenta de riesgos. Las lesiones que los acechan son numerosas: desprendimiento de retina, tímpanos perforados, antebrazos fracturados o problemas en el cuello y la espalda.
“La vista de los clavadistas se degrada como la de los pelícanos que, a fuerza de lanzarse al agua, se quedan ciegos hasta estrellarse contra las rocas”, dice Jorge, quien decidió retirarse pasados los 40 años después de quedar inconsciente tras un salto.
“En 80 años nunca ha habido una sola muerte. Gracias seguramente a la Virgen de Guadalupe que nos cuida”, asegura el abuelo.
Antes de cada salto, los clavadistas rezan ante su imagen situada en la cima de las rocas.
“Lo más peligroso son los saltos de noche”, señala el nieto Jorge Antonio.
Pero lo que más preocupa a los clavadistas es la disminución del número de turistas que vistan Acapulco.
Hace diez años, 150 cruceros atracaban anualmente en el puerto, ubicado a 386 km de Ciudad de México. Ahora sólo lo hacen una decena, una baja por el incremento de la violencia que hizo de esta ciudad una de las más violentas del país.
En lo que va del año, unas 500 personas han sido asesinadas en Acapulco.
Jorge atribuye esas muertes a “ajustes de cuentas” y asegura que “los turistas tienen que volver”.
Tres generaciones de clavadistas: Jorge Monico Ramirez (izq.), Monico Ramirez y Jorge Antonio Ramirez. Foto: Pedro Pardo / AFP
Kennedy, Tarzán y Elvis
El recuerdo de la época gloriosa de Acapulco, cuando era visitado por personalidades como John Kennedy, Frank Sinatra, Orson Welles o Walt Disney, aún permanece como un perfume de nostalgia en el ambiente, con un pequeño museo en el que se aprecian algunas fotografías en blanco y negro de los distinguidos visitantes que venían a admirar a los clavadistas.
Pero fue Johnny Weissmuller quien dejó su huella con su escena de “Tarzán y las sirenas” (1948) lanzándose desde La Quebrada. En 1963 fue el turno para ver a Elvis Presley, sin su copete, lanzarse al vacío en “El ídolo de Acapulco”.
Eso es lo que se vio en el cine porque en la vida real ni uno ni el otro realizaron jamás la vertiginosa caída siendo sustituidos por clavadistas. Es más, “El Rey del Rock” ni siquiera puso un pie en el puerto vacacional.
El hecho de que no se lanzara de La Quebrada no impidió que Johnny Weissmuller se enamorara de Acapulco a tal grado, que compró junto con su amigo John Wayne un hotel enclavado en el acantilado y por el que desfiló todo el Hollywood de los años 1950.
Una leyenda contaba que el doble de Weissmuller para el salto en La Quebrada, el clavadista Raúl García, se mató durante el rodaje.
La historia era cierta, pero ocurrió más de 50 años después, en 2004, cuando García falleció a consecuencia de las secuelas de su último clavado a la edad de 76 años.
En cuanto al inolvidable Tarzán, él decidió pasar los últimos años de su vida en el puerto vacacional, donde murió en 1984. Y, al igual que su doble, fue enterrado al borde del mar de Acapulco.