La primera edición de ‘Harry Potter y la piedra filosofal’ fue el inicio no solo de una saga literaria, sino también de una franquicia.
Hace 20 años, los muggles conocimos a Harry Potter. Fue a través de la novela debut de una escritora escocesa insegura, una madre divorciada que solamente quería ese tipo de magia para su vida: escribir, publicar y volver a escribir, y ojalá subsistir gracias a un trabajo que no le quitara tanto tiempo a su pasión.
La irrupción de Harry Potter en las librerías del Reino Unido fue un milagro de la literatura, pero su llegada a las de Estados Unidos fue un hechizo de las artes oscuras del marketing. Nunca antes un personaje literario tuvo ese potencial que, dos décadas después, se puede palpar en parques de diversiones y mercadería.
¿Qué pasó? Como siempre, un éxito así se explica por una serie de factores. Primero está en que el libro ‘Harry Potter y la piedra filosofal’ es una maravilla, no tanto de la lengua o la gramática, sino de la esperanza. La autora, conocida como J. K. Rowling pero que para los amigos era Joanne, o Jo, escribió una aventura cautivadora sobre un niño triste, huérfano, maltratado por sus tíos, que de repente descubre que su destino es la grandeza. Y lo sigue.
Es verdad que Harry Potter no es tan original si se lo compara con otros héroes de leyenda como Edipo, Moisés, Arturo o, si desean, incluso Aragorn y Luke Skywalker: un desposeído de su lugar que desconoce su linaje y que, cuando se lo enseñan, emprende el camino, a veces doloroso pero siempre heroico, de recuperar el sitio al que pertenece por derecho.
Potter es diferente, en cambio, ni por la cicratiz en forma de rayo que adorna su frente, porque se trata de un chico imperfecto. Se equivoca. No es el más listo. Tampoco el más gracioso. Es inseguro. Duda. O se apasiona demasiado. Pero Harry es valiente y cumple con todos los requisitos que Joseph Campbell endilga en los llamados ‘héroes de mil caras’, que incluye afrontar una iniciación, superar pruebas, tener un protector (¡Album Dumbledore!) y, claro, ganas de probarse.
Todo héroe tiene escuderos, compañeros de lucha, y aquí están Hermione Granger y Ron Weasly. Ella, inteligente como un búho, devoradora de libros (como la misma autora) y con el don de la prudencia. Él, el campeón de los amigos y también de los desastres, repleto de hermanos y estupendo jugador de ajedrez.
Harry, Ron y Hermione forman un equipo perfecto, con el cual es fácil divertirse, identificarse, soñar en la felicidad.
Ser un perfecto héroe de la esperanza no bastaba para triunfar entre los lectores. El éxito también fue posible por el ingenioso universo que Rowling construyó alrededor de Harry y sus amigos.
Por ejemplo, están los magos, estrafalarios y cómicos, escondidos entre nosotros. Están los escenarios, como el callejón Diagon pero sobre todo el castillo de Hogwarts, poderosa estructura que tiene todo lo que un niño quisiera tener en su colegio: bosques prohibidos, grandes mesas en que la comida y la bebida brotan, aulas parecidas a un calabozo y, por supuesto, fantasmas.
Podría hacerse un doctorado estudiando cada detalle de ese mundo, perfectamente enlazado a los mitos de brujas pero también a los clásicos grecolatinos. Por ejemplo, es perfectamente lógico que Fluffy, el feroz perro de tres cabezas del libro, haya sido propiedad de un griego. Obvio: es una alusión a Cerbero, el perro que custodia la entrada al Hades.
También hay detalles que son tomados de otras culturas, como que la profesora Minerva McGonagall tenga la capacidad de transformarse en gato, animal nocturno vinculado a los espíritus hace cinco mil años y venerado, no solo en Egipto sino en Roma.
Aunque es verdad que hubiese quedado perfecto que McGonagall se llamara Diana y no Minerva, pues la primera diosa, para los romanos, tenía la capacidad de convertirse en gato.
Todo niño y joven sueña con la gloria deportiva y Harry también la adquiere. La autora, jugadora de hockey en su juventud, se inventó un deporte aéreo y colocó en el centro a Potter. Una de las escenas más intensas del libro es justamente el debut de Harry como buscador de ‘quidditch’. La esperanza y la gloria, ingredientes que bien mezclados son invencibles en un relato para niños.
Estas virtudes, y otras más, no fueron tan evidentes en el génesis de esta aventura. Cuando el libro fue enviado a un primer agente literario, se lo devolvió. Rowling consiguió un segundo agente que lo aceptó pero tardó un año entero en encontrar editorial.
Lo rechazaban por extenso, ya que un texto infantil, se dice, no debe pasar de 40 000 palabras, y ‘Harry Potter y la piedra filosofal’ tenía más de 90 000. Pero también porque no quedaba claro que los niños (¡y peor aún, sus padres!) se sintieran atraídos por ese jocoso pero de todos modos oscuro mundo de magos, brujas y maldiciones, asuntos para nada cristianos. Esa fama aún persigue a Harry Potter.
Solo la editorial Bloomsbury, pequeña e independiente, miró más allá de los prejuicios, y la publicó el 30 de junio de 1997. El resto, todos lo conocen. Llegaron las críticas favorables, los premios y, sobre todo, un contrato con la editorial Scholastic, que elaboró la campaña de mercadeo que hizo de Harry Potter un éxito comercial. Vinieron los demás libros, las películas y la mercadería.
El cine y no la literatura convirtió a Potter en el primer héroe de los milenials, pero el Potter de papel sí inspiró a otros héroes de la generación como Percy Jackson, Katniss Everdeen e incluso los vampiros fosforescentes de Crepúsculo. Pero ninguno logró la trascendencia de Harry.
Hoy, se habla del tentacular imperio de Harry Potter y de los millones en la cuenta bancaria de la autora. También se recuerda los esfuerzos de J.K. Rowling para publicar su primer libro, que incluyó sacrificar su identidad y escoger iniciales para esconder que es mujer. Yo prefiero evocarla frente a su máquina de escribir, sentada anónimamente en una cafetería de Edimburgo, dando vida al héroe de su vida. Ella escribía con esperanza.