El Gran Incendio de Guayaquil en 1896

Vista panorámica de Guayaquil en febrero de 1896, tomada de una colección alemana que reposa en la Biblioteca Nacional de España.

Vista panorámica de Guayaquil en febrero de 1896, tomada de una colección alemana que reposa en la Biblioteca Nacional de España.

Vista panorámica de Guayaquil en febrero de 1896, tomada de una colección alemana que reposa en la Biblioteca Nacional de España.

Eran las once y media de la noche del lunes 5 de octubre de 1896 cuando las campanas de alarma de incendio, que colgaban de cada esquina, comenzaron a repicar. La ciudad dormía -para entonces se recogía hacia las nueve- y los guayaquileños pensaron que se trataba de la recombustión de un pequeño incendio de la víspera. Pero ante el grito de que se quemaba la Gobernación, cundió el sobresalto.

La Convención Nacional que se instalaría precisamente en dicha sede el 9 de octubre próximo, había sido convocada para legitimar el gobierno del presidente Eloy Alfaro surgido de la Revolución Liberal el 5 de junio del año anterior, y asimismo para promulgar la nueva Constitución que desarrollaría los cambios que promovía la tendencia.

El fuego comenzó de manera casual en la esquina de Malecón y Aguirre, en los bajos de la residencia de la familia Matheus, donde funcionaba el almacén “La Joya” de propiedad de los señores Manasevitts y Bowski, residentes de origen judío, al frente de la Gobernación, que era una construcción de madera como todas.

Al llegar las bombas de la compañía Salamandra, que se encontraba de guardia, el propio Alfaro dispuso que rociaran de agua al Palacio con el fin de protegerlo, a la vez que combatían el flagelo al frente. Y aunque se logró salvarlo, la distracción del recurso resultaría fatal.

Para la época se contaba con una infraestructura de pozos en las bocacalles para el suministro de agua en caso de incendio. Tenían un metro por lado, sobresalían un tanto de la calzada, y estaban tapados por compuertas de madera con asas de hierro. El agua era lodosa y frecuentemente fétida debido a la contaminación con las aguas servidas, de modo que se había prohibido su uso para el trabajo de los bomberos, que optaban por bombear agua de la ría. A principios de la última década del siglo XIX se contabilizaban 88 distribuidos por la ciudad.

Había una precaria red de agua potable para el abastecimiento ciudadano pero carecía de la presión necesaria para servir en estos casos.

El incendio comenzó a desplazarse rápidamente por el Malecón consumiendo almacenes contiguos: Hermanos Rigail, José Feldman, Bazar Parisien de Alejandro Noret, La Capital de Raymond, La Ópera y Casino Español, estos dos últimos tornando la intersección con la calle Illingworth, donde se quemarían además el Banco Territorial, la Compañía Ecuatoriana de Seguros contra Incendios y la Librería Española de Pedro Janer.

El viento de verano que soplaba desde el sudeste iría determinando el avance del flagelo tanto en dirección norte como oeste, en incontenible devastación. La ampliación de los frentes del flagelo obligó a desplegar la totalidad de las 19 bombas con que contaba el Cuerpo de Bomberos, incluidas seis a vapor. Existía capacidad de bombeo para controlar el incendio; lo que no existía era suficiente caudal, toda vez que el abastecimiento de los pozos mermaba cuando la marea de la ría bajaba.

Ilustración de la época sobre el Gran Incendio. Los daños materiales fueron enormes, pero afortunadamente el número de víctimas fue reducido. www.skyscrapercity.com

Los ramalazos del incendio fueron trasponiendo las calles Elizalde al norte y Pedro Carbo y La Concepción (Chile) al oeste, derivando una cuadra al sur a la calle Ballén, manzana frente al parque Bolívar, donde se quemaron el Teatro Oasis y el Grand Hotel, dos referentes urbanísticos.

Al verse amenazada la antigua Catedral, nuevamente Alfaro intervino para instruir al jefe de bomberos Aurelio Aspiazu que brindara protección al edificio más emblemático de la ciudad, que a la postre se salvó. Aunque ante el inminente riesgo, acuciosos ciudadanos procedieron a retirar la urna cineraria con los restos de Vicente Rocafuerte, una de sus más preciadas reliquias.

Con el despuntar del alba, tres bocas de fuego convergían por cada costado a la plaza de San Francisco. En medio del estupor, la iglesia y el convento empezaron a quemarse con asombrosa rapidez. Hacia las siete de la mañana uno de los campanarios se derrumbó, rebotando sus campanas en el empedrado con un tañido agónico que sobrecogió a los testigos.

Una escena patética se produjo cuando José Joaquín de Olmedo hijo, ciego y cojo, acudió para intentar el rescate de los despojos de su padre que había sido sepultado en el templo. Era demasiado tarde. Y aún sin saberlo, su propia casa en Las Peñas quedaría en ruinas al entrar la noche, perdiéndose muchas de las más preciadas pertenencias del vate de Junín, incluidos el tintero y la pluma con la que compuso su inmortal oda.

La nube de brasas no tardó en prender fuego al rimero de muebles y enseres que los damnificados habían acumulado en la plaza pensando que estarían a salvo. La hoguera desatada terminó envolviendo la estatua de Rocafuerte, que estuvo a punto de caer cuando su pedestal se cuarteó por el intenso calor.

A las nueve de la mañana las llamas prendieron el campanario occidental de la iglesia de La Merced, mientras piadosos ciudadanos se ocupaban de retirar estatuas de la virgen y santos, que por precaución fueron conducidas a la plaza de La Concepción, en el norte, donde se suponía estarían a salvo. El templo no demoraría en quedar en cenizas.

Un drama se vivió con la evacuación del Colegio de los Sagrados Corazones, contiguo al depósito de Aduanas al norte del Malecón. La mayoría de alumnas había sido retirada por sus padres, pero ante la proximidad del fuego, la madre superiora dispuso que 15 monjas y alumnas se subieran a una barcaza de fierro acoderada en la ría.

Para mala suerte, la acción coincidió con la aparición de un viento huracanado, un fenómeno inusual producto del sobrecalentamiento de la atmósfera, que al revolver por el aire material incandescente alcanzó el bote que transportaba material inflamable, resultado de lo cual cinco pasajeras murieron carbonizadas y otras tantas se ahogaron.

La ventisca zarandeó quintas, potreros y pastizales, que se encontraban al oeste de la calle Rocafuerte, donde medio millar de familias habían procurado refugio. Con la fuerza del viento pesados baúles y mobiliario volaron a impresionante altura. El mismo fenómeno ocasionó una borrasca en la ría que sacudió balsas y volteó canoas donde muchos se habían guarecido, ocasionando nuevas víctimas.

Al término de la tarde, luego de la quema del colegio y las Aduanas, donde se consumió toda la mercadería sujeta a aforo, el incendió continuó hacia la cercana iglesia de la Concepción, en cuya plaza se reprodujo lo ocurrido en San Francisco con las pertenencias arrumbadas, y de Santo Domingo, donde lo único que quedó en pie fue su mampostería. Seguirían las modestas casas del cerro, al igual que el tradicional barrio Las Peñas que quedó completamente destruido, incluida la fábrica de cerveza y hielo, al final de la calle Numa Pompilio Llona.

La escena del Gran Incendio en la noche del 6 y la madrugada del 7 de octubre, no podía ser más dantesca. La parte más representativa del sector residencial, comercial y bancario de la ciudad yacía en ruinas, mientras el fulgor de las llamas en el firmamento nocturno tendía a menguar como epílogo de la tragedia.

El balance era desolador: 92 manzanas, de un total de 458, arrasadas; 1 200 edificaciones destruidas de 4 265 catastradas; 25 000 personas, de una población de 59 000, damnificadas; las pérdidas sumaron 50 millones de sucres (25 millones de dólares de la época), apenas nueve estaban asegurados. En solo 30 horas, se consumió cerca de la mitad del total de propiedades destruidas por todos los incendios registrados en el siglo XIX. Para la magnitud del desastre, el número de víctimas resultó reducido: 19 carbonizados, a más de unos pocos ahogados.

La primera resolución del Municipio fue disponer un nuevo trazado de calles en la zona afectada, contratando para el efecto al ingeniero francés Gastón Thoret, que se ocupó de ensancharlas y rectificó algunas de ellas, un tanto irregulares. Asimismo, se emprendió una campaña para construir la Planta Proveedora de Agua que fue inaugurada en 1905, dotando a la ciudad de un moderno sistema de suministro, incluidos los grifos para combatir incendios.

Tal como había sucedido con catástrofes anteriores, Guayaquil resurgió con renovado brío merced al carácter emprendedor y solidario de sus habitantes, cuya determinación siempre ha superado tragedias e infortunios a lo largo de cinco siglos de historia.

* Fue periodista. Actualmente empresario dedicado a la historia.

Suplementos digitales