El científico arribó al muelle este de Guayaquil. Un grupo de médicos lo recibió el 15 de julio de 1918. Fotos: Cortesía Embajada de Japón
Era el puerto de lagunas y lodazales perennes, de casas unidas por puentecillos enclenques sobre aguas pestilentes. No tenía canalización y pocas eran las calles pavimentadas. El doctor Víctor González, en su libro ‘Guayaquil – entre 1740 y 1919’ retrata la ciudad que por esos años fue el “centro clave de la distribución de la fiebre amarilla” en Sudamérica.
La enfermedad del ‘vómito prieto’ mataba en menos de diez días. Atemorizó tanto a los guayaquileños que hasta sacaron a San Sebastián y a Santa Rosa en procesión para implorar a los cielos una cura.
El científico japonés Hideyo Noguchi pisó el puerto el 15 de julio de 1918. Bajó del barco peruano Ucayali y caminó por el muelle junto al doctor León Becerra y otros destacados médicos de la época.
La foto pálida aparece en las viejas páginas de Patria, una revista de ciencia y cultura que por esos días recopilaba el esplendor de Venecia y la cercanía del fin de la Primera Guerra Mundial.
“Ojalá con su venida, y al cerciorarse de la falsedad de ciertos informes que sobre nuestro puerto corren en el exterior, varíe favorablemente el concepto que de nuestras condiciones sanitarias se tiene en los países americanos”, citaba.
Noguchi fue el quinto y último integrante de la misión Rockefeller en llegar desde Estados Unidos. Buscaban erradicar la fiebre amarilla y sanear las costas sudamericanas por los intereses mundiales, centrados en el canal de Panamá.
La peste y otros males tropicales acabaron con miles de vidas durante la construcción del canal. En 190l, Walter Reed, médico del Ejército estadounidense, anunciaba que su agente causal era infinitamente más pequeño que las bacterias y tenía pistas del mosquito Aedes aegypti como portador.
En sus picos más altos, la fiebre atacó al comercio de Guayaquil. Las rentas aduaneras cayeron de 60 000 a 12 000 pesos por mes y miles emigraron.
La misión Rockefeller trabajó dos meses en la ciudad, pero Noguchi insistió en quedarse. Cambió la comodidad del Hotel Tivoli por un cuarto en el hospital de aislamiento, donde experimentaba con aves y con los lagartos que él mismo cazaba en el río Guayas.
Nueve días después de su arribo había descubierto lo que denominó el germen de la fiebre amarilla en la muestra de sangre de una niña fallecida, y trabajó obstinadamente en una vacuna. La esperanza de una cura puso a Guayaquil en la mira del mundo, aunque la noticia dio un giro después.
La fama del bacteriólogo japonés se incubó mucho antes. En 1910, con solo 34 años, aportó al diagnóstico de la sífilis; luego estudió la poliomielitis, el suero contra la meningitis, el germen de la rabia…
“De estatura baja, contextura gruesa, pelo negro y rizado; bondadoso pero a la vez enérgico trato. Poseyó férrea voluntad, admirable inteligencia…”, lee el historiador Rodolfo Pérez Pimentel al final de una biografía que recientemente escribió.
El mismo Noguchi resumió su vida cuando regresó a la escuela donde estudió. “Objetivos, honestidad, paciencia”, escribió en la pizarra.
Seisaku Noguchi nació el 24 de noviembre de 1876 en la aldea de Sanjogata, en la región Inawashiro, de la prefectura de Fukushima, al noreste de Japón. Murió en 1928, en Accra (África), por la enfermedad que pensó había descifrado.
Su padre era cartero y abandonó a la familia; su madre trabajaba fuera de casa y en una de sus salidas el pequeño Hideyo se quemó la mano izquierda. Sus dedos quedaron pegados, inmóviles.
Tres millas era la distancia a la escuela, un tramo que repetía a diario aun en las nevadas, que causaban varias muertes al año, como relata el médico guayaquileño Ramón Lazo en el libro ‘Hideyo Noguchi, su vida y obras’. Fue el mejor de su clase y el profesor Sakae Kobayashi decidió apoyarlo, incluso cuando intentó separarse los dedos con un cuchillo.
El tutor, que fue casi un padre, contactó al doctor Kanae Watanabe para una cirugía que le devolvió la movilidad del pulgar y del meñique. En ese gesto descubrió su vocación por la medicina.
Watanabe le permitió usar los libros y el instrumental de su clínica. El joven Noguchi renunció a horas de sueño por estudiar anatomía, inglés, alemán y francés. “Napoleón solo dormía tres horas”, decía como justificación. Poco después, con solo 20 años, obtuvo la licencia de médico.
Esa obsesión por el éxito lo impulsó a decisiones extremas. Entre tantos libros se topó con la novela ‘Características de los jóvenes actuales’, en la que el protagonista -un homónimo- arruinó su vida. Aturdido por ese final, cambió su nombre de Seisaku por Hideyo, o ‘el que quiere ser’.
El rostro del científico va mutando en las fotografías que cubren las paredes de una sala en el Museo Municipal de Guayaquil. Su infancia, su juventud en el laboratorio, el retrato que autografió en la ciudad puerto y que aparece en los billetes de 1 000 yenes…
Los fragmentos de su vida se exhiben desde el viernes, en una muestra que resume los 100 años de su llegada, y que además coinciden con el primer centenario del establecimiento de relaciones diplomáticas entre Ecuador y Japón.
Un busto del escultor guayaquileño Tony Balseca da vida a un rincón de la sala. El artista moldeó la cera una y otra vez hasta curtir la madurez en el rostro del científico, en sus 40 años. Su cabellera evoca a las olas de Hokusai y algunos rasgos en su piel sobresalen con técnicas del cómic japonés.
Durante un año, Balseca se sumergió en la vida del genio, aunque mucho antes había hurgado en ella por curiosidad. Habituado desde su infancia al centro de Guayaquil, el escultor recorre continuamente la calle Noguchi, la frontera sur de la zona regenerada.
“Guayaquil quería entrar en la modernidad capitalista, pero era conocido como el puerto pestífero del Pacífico. Estaba infestado de epidemias y plagas. En el centro solo vivía la burguesía; el resto era manglar. Cuando Noguchi llega con la misión, marca el inicio de las políticas sanitarias”.
La obra de Balseca se funde en bronce en Lima. Cuando esté lista se irá al Malecón 2000. Es el mismo malecón que el bacteriólogo divisó desde el río, una calle larga, permanentemente colmada por cargadores, comerciantes y curiosos.
En 1740, el tiphus amarillo se reporta por primera vez en el país. Atacaba letalmente al hígado, a los riñones y en la última fase los enfermos vomitaban sangre negra, como hollín.
102 años después, el doctor José Mascote describe en sus memorias la reaparición de un gran brote en Guayaquil. La goleta Reina Victoria llegó de Panamá con infectados y la fiebre corrió como pólvora; 1 600 murieron en cinco meses.
Cuando Noguchi visitó la ciudad, apenas tenía 90 000 habitantes y la peste había acabado con 240 de ellos. Los enfermos eran relegados a un lazareto, detrás del cerro.
La vacuna que fabricó fue inyectada a 22 soldados en Quito, pero no todos se libraron de la peste al llegar al puerto. Más tarde se concluyó que el científico había hallado el germen de la leptospirosis, una fiebre hemorrágica menos letal.
La idea de erradicar la fiebre amarilla fue celebrada mundialmente como un paso hacia la ciencia moderna. Noguchi fue condecorado por el Gobierno ecuatoriano, nombrado coronel del Ejército; recibió uniformes y un sable. El Teatro Olmedo se desbordó para su despedida.
La bacteriología le llegó por casualidad, en 1901. El joven Noguchi fue ayudante en un laboratorio donde conoció al estadounidense Simon Flexner, su contacto para viajar a Filadelfia. A su partida talló una promesa en su casa: “Sin alcanzar mis objetivos, no regresaré a mi tierra”.
En Estados Unidos fue becario y asistente en la Universidad de Pensilvania. Luego viajó a Alemania y a Dinamarca.
En Guayaquil, el Instituto Nacional de Higiene (INH) conserva una placa en su honor, por descubrir “el germen de la fiebre amarilla”. Debajo, otra placa aclara que “aisló en Guayaquil una nueva especie de leptospira”.
Recién en 1927, el virus fue aislado. Noguchi fallece un año después, cuando inyectaba a monos maccacus en África. “El mono causante de la herida tenía 12 días de haber sido infectado con fiebre amarilla y ya había desarrollado la mortal dolencia”, cita la biografía de Pérez Pimentel. El cuadro se agravó por la diabetes.
El genio murió, su nombre sigue vivo. La viróloga Aracely Álava Alprecht lo recuerda bien, porque viajó a Japón a través del convenio de cooperación Hideyo Noguchi, que promovía el intercambio de científicos entre Ecuador y Japón. Fue en los 70, cuando trabajaba en el INH; lo que aprendió en la Universidad de Tohoku le sirvió para aislar una cepa de fiebre amarilla en la selva ecuatoriana, años más tarde.
“Los japoneses lo veneran mucho. Y como ecuatorianos le hemos dado su posición, porque fue un científico brillante”. La médica se especializó en investigaciones sobre fiebre amarilla, leptospirosis, hepatitis A y B, influenza…
La pasión del japonés por la ciencia contagió una fiebre de investigación de enfermedades infecciosas entre ilustres médicos guayaquileños: Francisco Campos, Modesto Carbo Noboa, Roberto Leví Castillo. Su paso abrió, además, la primera etapa de saneamiento de la ciudad, con el contrato con la Casa Inglesa J. G. White Company para obras de canalización y agua potable.
En diciembre de 1920, Guayaquil fue declarada libre de fiebre amarilla. En mayo de 1919 se atendió al último enfermo y la revista Guayaquil a la vista invitaba a visitar una urbe moderna y con comodidades, con tranvías, alumbrado eléctrico y a gas, con el limpio balneario de El Salado. “El Puerto de Guayaquil, libre de fiebre amarilla y abierto al comercio mundial”, promocionaba.