Castro forjó su leyenda con algo más que carisma

Fidel Castro. Foto: Wenn

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Fidel Castro siempre odió la burocracia. Su revolución había que sentirla, amarla y defenderla hasta con los dientes si era necesario, no por la obligación de un contrato laboral con el Estado sino con el ardor que se profesa a un ser muy importante. Por lo menos esa fue la impresión que tuvo Jean Paul Sartre en la primavera de 1960, la cual quedó reflejada en la serie de artículos que más tarde se convirtió en el libro ‘Huracán sobre el azúcar’.

El escritor francés relató con fascinación cómo en una visita a un centro turístico rural el líder cubano se enfureció porque no había hielo para su bebida: el refrigerador se había descompuesto. Más allá de su incomodidad por la temperatura de lo que había en su vaso, su ira respondía a la falta de compromiso para que su proyecto político funcionase como un perfecto engranaje. Por eso el episodio termina con una frase que ‘enamoró’ a muchos intelectuales de esa época: “Dígales a las personas a cargo que si no se hacen cargo de su problema, tendrán problemas conmigo”.

Distintos repositorios de investigaciones académicas disponibles en la web exploran varias aristas del estilo de liderazgo del hoy desaparecido exgobernante. Paúl C. Sondrol, por ejemplo, lo define como un “dictador totalitario”, cuyo papel más importante era unificar y personificar un movimiento. En su trabajo publicado en el Journal of Latin American Studies, en 1991, el autor afirma que Castro -en el mismo estilo de Hitler, Stalin y Mao- se proyectaba hacia una transformación de la sociedad no solo dentro de su país, sino también a ejercer una influencia en el escenario mundial.

Este no es un papel para cualquiera sino para un reducido grupo de elegidos que recibieron ese carisma, ese ‘regalo de gracia’, como lo define el filósofo Max Weber. Es una suerte de cualidad sobrenatural, una visión mesiánica y un papel preponderante en la determinación del curso de la historia.

Esta aura de impenetrable misterio le habría aportado una química irresistible frente a su relación con las masas. Y, sin duda, lo convirtió en algo más que un autócrata que priva a la gente de sus derechos y perpetúa su mandato; se volvió en una especie de fuerza creativa que intentó rediseñar al hombre y a su cultura.

Por eso, quienes le rodeaban no podían ser escogidos con base en un concurso de merecimientos que midiera experticia, educación o méritos de esa clase, como analiza Richard R. Fagen, profesor de la Universidad de Stanford. Los liderazgos en el Gobierno cubano por debajo de Fidel se medían en primera instancia por la fidelidad que genera confianza, y eso era todo. No mandos medios, no plan de carrera. Seguidores que no discuten y saben que la punta de la pirámide siempre tendrá un solo dueño.

Pero hay otros estudios más recientes, como uno publicado en el 2007 por The Leader­ship Quaterly, donde un equipo dirigido por Art Padilla analiza rasgos de personalidad, pero también los factores internos que convirtieron a un subversivo en un gobernante que vivió una metamorfosis hasta convertirse en una leyenda.

En el documento se destaca un evidente rasgo narcisista por su exhibicionismo (los largos discursos que protagonizaba antes de su retiro de la vida pública hace una década), grandiosidad (por su envío de tropas a África y a Centroamérica) y, sobre todo, por su incapacidad para admitir errores.

Pero para una performance de tan largo aliento como la protagonizada por el castrismo tenía que existir un escenario adecuado, y ese lo construyeron el círculo íntimo de Fidel (por ejemplo su hermano Raúl, y cómo no, Ernesto Che Guevara) y los habitantes del sector rural de Cuba, quienes fueron fáciles de conquistar con la promesa de escapar de la pobreza. El primer grupo accedió a un círculo de poder tan exclusivo como el que giraba alrededor del derrocado dictador Fulgencio Batista, y varios autores afirman que es altamente debatible el grado en que los segundos se beneficiaron realmente de la revolución iniciada por su Comandante.

Poco se habla de un tercer grupo, los profesionales de clase media sin inclinaciones políticas que en un momento creyeron en el discurso de justicia social. Padilla recuerda que la constatación de que no habría elecciones democráticas convirtió a este grupo en lo que hoy se conoce como la disidencia: salieron del país hacia Europa o Estados Unidos.

Hoy es innegable que las decisiones tomadas por Raúl Castro le otorgan un lugar propio en la historia contemporánea, pero Bert Hoffman invita a recordar que, incluso por sobre su protagonismo en Sierra Maestra y sus décadas al servicio del Gobierno, este hermano fue desde el inicio el gran ‘legitimizador’ de su mandato.

La precaria salud de Fidel Castro lo llevó a delegar primero en forma provisional el poder, y a desarrollar un modelo peculiar de transición en el que siempre había la expectativa de volver. Incluso cuando en el 2008 su retiro de la vida pública adquirió tintes definitivos, Raúl aseguró que ni él ni nadie más ostentaría jamás el cargo de Comandante en Jefe.

Y desde sus ‘Reflexiones’, que desde el diario Granma se replicaban en miles de medios del mundo, Fidel Castro filosofaba sobre temas regionales y globales, sobre el futuro de la humanidad y del medioambiente, con escasas menciones a la situación social y política actual en su propio país.

Sus palabras buscaban convertirse en un referente y una ‘iluminación’ para los seguidores y admiradores de su modelo alrededor del mundo, porque parecía convencido de que su liderazgo carismático había llegado a un punto de no retorno, donde un cargo ya era irrelevante a su figura...

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