Friedrich Hayek (izq.) y John Maynard Keynes (der.) son los protagonistas de la batalla de la economía más famosa. Foto: Archivo
La batalla más famosa de la economía tiene como telón de fondo una sola pregunta: ¿Los gobiernos deben dejar al libre mercado el equilibrio económico o deben intervenir?
Comenzó con la simple petición de un libro. Friedrich Hayek, un joven economista vienés, escribió en 1927 al ya entonces influyente John Keynes para pedirle un libro de economía titulado ‘Psicología matemática’ del estadista británico Francis Edgeworth.
Keynes, quien ya por entonces era uno de los economistas más influyentes del mundo, respondió una sola frase sobre una postal: ‘Siento mucho decir que mi reserva de ‘Psicología matemática se ha agotado’. De esta manera, fue Hayek quien instigó la primera toma de contacto de lo que acabaría convirtiéndose en un largo y controversial duelo.
Los entretelones del eterno duelo entre estos dos gigantes del pensamiento económico fueron plasmados de manera magistral por Nicholas Wapshott, en su libro ‘Keynes versus Hayek, el choque que definió la economía moderna’ (2013). La batalla, según Wapshott, columnista y exredactor de The Times, se libró en distintos escenarios, desde la academia hasta los salones de gabinete de las potencias mundiales.
Alto, arrogante y brillante conversador, Keynes trazó las líneas del conflicto en los años 20. Tras concluir la Primera Guerra Mundial, la alta tasa de desempleo en Gran Bretaña comenzó a preocuparle.
Para Keynes, las depresiones se producían cuando los individuos decidían ahorrar en lugar de gastar. Keynes animaba por la radio a todas las amas de casa de Londres a que gastaran y gastaran. “Cada vez que ahorras cinco chelines, dejas a un hombre sin trabajo”, dijo a su audiencia. No solo las amas de casa debían gastar, también los gobiernos. Alentó a las autoridades locales a invertir en programas de obras públicas para crear puestos de trabajo, incluso con endeudamiento.
Estaba convencido de que si se estimulaba la demanda con gasto público se recuperaría la confianza empresarial y provocaría un incremento del empleo. En un momento de bajo ciclo económico, decía, el derroche era el menor de los males. Adelante el Estado. Abandono de la máxima tesis del ‘laissez -faire’ (dejar hacer y dejar pasar).
Pero una pequeña ala disidente tenía sus dudas y había encomendado al joven Hayek que rebatiera estas ideas.
Advirtió que el precio de la intervención del Estado era la inflación descontrolada, el gasto imprudente y la pérdida de libertades y, al final, el totalitarismo, como lo plasmó en su célebre libro Camino a la servidumbre. Estaba convencido de que el libre mercado, dejado a su antojo, acabaría corrigiendo sus propios errores y garantizado la prosperidad de todos.
Hayek era admirado, pero no caía tan bien como Keynes, quien ofrecía una visión de futuro esperanzadora en la que todo el mundo tenía empleo. Cautivó el corazón de muchos economistas para quienes sus ideas parecían estar grabadas en piedra. El keynesianismo fue aplicado en Gran Bretaña y tocó las puertas de la Casa Blanca, donde se quedó por varias décadas no solo porque quienes ocuparon el sillón principal entendieron que manipular la economía con las medidas keynesianas proporcionaba una ventaja electoral sino también porque aprendieron que el éxito de las urnas también depende de gestionar la economía de forma tal que el ciclo económico esté en línea con el ciclo electoral.
Pero tras guiar por más de 30 años la política gubernamental, el doble choque petrolero de los años 70 dejaría ver las fallas de la teoría keynesiana. Endeudados, con enormes déficit fiscales y el camino a un ajuste doloroso, el keynesianismo mostró que no era la panacea e hizo resurgir la teoría hayekiana hasta que sufrió un golpe casi mortal durante el 2008, con la crisis de hipotecas de EE.UU., que llevó a los gobiernos a salvar bancos. ¿Quién había ganado el duelo?
La pregunta es oportuna en momentos en que Ecuador se replantea el fuerte rol otorgado al Estado en los últimos nueve años. Aunque la discusión continúa, hay muchos dispuestos a afirmar que las dolorosas sugerencias de Hayek eran preferibles a tener que pagar el precio de las soluciones propuestas por Keynes.