‘Como todo el mundo, solo tengo a mi servicio tres medios para evaluar la existencia humana: el estudio de mí mismo, que es el más difícil y peligroso, pero también el más fecundo de los métodos; la observación de los hombres; y los libros…. En cuanto a la observación de mí mismo, me obligo a ella, aunque solo sea para llegar a un acuerdo con ese individuo con quien me veré forzado a vivir hasta el fin”. Lo escribió Marguerite Yourcenar, en ‘Memorias de Adriano’, y no hay, acaso, frase más cierta que hable sobre la aspiración al conocimiento.
Esta frase invita a la evocación de la escritora francesa que falleció hace un cuarto de siglo, dejando sendas obras en narrativa, ensayo, poesía, traducción y dramaturgia; una realidad convertida a la literatura, una literatura hecha territorio natal, un territorio para que lo habite la sabiduría.
10 días después del nacimiento de Marguerite -el 8 de junio de 1903-, fallecía su madre. Después creció rápido, entre la fugacidad de la felicidad, la guía de tutores y la autoenseñanza en lenguas, libros y museos. Su padre estuvo ahí, en Bruselas, en Lille, en París, en Montecarlo; en las horas de lectura, en las letras del cuento inaugural ‘La primera noche’; en el momento cuando dejó de ser Marguerite de Crayencour y alteró su apellido para ser Yourcenar y empezar a escribir, clamando a los dioses del triunfo.
También vivió años disipados, que forjaron un carácter y un antisentimentalismo, entre juerga, bebida y sexo, pasiones y desengaños. A los 33 le llegó quien sería su pareja por más de 40 años: Grace Frick, profesora estadounidense, entró en su vida junto a una conversación sobre el poeta Coleridge. Con ella se iría a EE.UU., a vivir en Mount Desert Island. El toponímico le sienta a una vida definida además por el aislamiento: francesa refugiada en América, no dejó de escribir en su lengua nativa; mujer amante de mujer, se encerró a vivir con ella.
Aislada también porque vivía inmersa en el pasado, en la belleza de los tiempos idos, aleteando por años sobre libros y más libros, buscando en ellos un espejo que la reflejase. Exploraba el tiempo, las civilizaciones antiguas y las sociedades de otra época, hallando en ellas el modelo apolíneo para la sensatez, para el justo medio.
Así forjaría su escritura de estilo clásico y sobrio, con un tono dado a la introspección, a la reflexión, filosófico; propio de una mente hecha de ‘areté’ (término griego para la excelencia moral e intelectual). Si tuviera un color -apelando a las subjetividades del lector- su prosa sería marmórea, de ese matiz que reviste el busto de los emperadores romanos, de su Adriano, del divino Adriano, de quien escribió sus memorias en una epístola redactada al ritmo de un delirio controlado. “Me complací en hacer y rehacer el retrato de un hombre que casi llegó a la sabiduría”, dejó escrito.
Adriano lo leía todo, tal como lo hizo Marguerite, desde las letras de Occidente hasta las de Asia, asumiendo lenguas, como lo evidencian sus ensayos y traducciones, por donde se cuelan los nombres de Mishima, Selma Lagerlöf, Cavafis, Virginia Woolf y otros.
El texto que anunció su talento fue ‘Alexis o el tratado del inútil combate’, novela epistolar que versa sobre la libertad sexual, a la que le siguieron relatos y prosas de exquisito valor poético: ‘Fuegos’, ‘Cuentos orientales’, ‘Tiro de gracia’, ‘Opus nigrum’, donde se vuelca a los misterios de la alquimia en compañía de Zenón.
Su reputación tuvo otro peso que soportar, cuando en 1981, la Academia Francesa la nombró miembro, convirtiéndose en la primera mujer que ingresaba a tal institución. Toda solapa o nota de prensa hace mención de ello.
Pero pocas cuentan que tras la muerte de su compañera Grace Frick, volvió a recorrer el mundo (costumbre de viajar que heredó de su padre), las islas griegas, Japón, África y Europa. Lo hizo con su último compañero, Jerry Wilson, 45 años menor; acaso la escritora sintiera, entonces, una cercanía con Adriano y las gracias de su Antinoo. Wilson también moriría antes.
La noche del 17 de diciembre de en un hospital en Maine, a Marguerite le llegó la muerte. “Soledad… Yo no creo como ellos creen, no vivo como ellos viven, no amo como ellos aman… Moriré como ellos mueren”.
Hoja de vida
Novelista, poeta, dramaturga y traductora; nació en Bélgica, pero se nacionalizó francesa
Legó sus archivos personales y literarios a la Harvard University.