Una historia, dos ritmos
Si Piedad y Pedro Máximo son, en esencia, la novela que escribió Marcela Noriega (Guayaquil, 1978), entonces ‘Pedro Máximo y el círculo de tiza’ es dos novelas a la vez.
Lenta, morosa incluso en algunos pasajes, cuando se trata del hombre huraño y complejo, que Noriega nos cuenta que ha perdido el alma; pero en cambio a las ‘voladas’ cuando se trata de Piedad, su hija. Hay algo disparejo en la manera de contar y en lo que cuenta la autora de ambos personajes que terminan por cerrar esa frágil y duradera prisión mental: un círculo de tiza.
Es como si Noriega a medida que iba avanzando hacia el final de las casi 200 páginas del libro, hubiese tratado de encajar a Piedad, sus sueños, sus maneras, su vida entera de forma apresurada. Mientras que con Pedro Máximo la construcción del personaje es mucho más cuidada, con Piedad se siente algo apresurada. Demasiado obvia.
La decisión de intercalar los sueños de Piedad y de Pedro Máximo con el relato de sus vidas resulta interesante. El mundo de los sueños, siempre angustioso y asfixiante que recrea Noriega, se nota bien trabajado, a tono con la psicología de los personajes; la autora lo domina, se mueve cómoda en sus aguas cenagosas.
En cambio, hay algo en el manejo del lenguaje que le quita lustre a la novela. Noriega hace que una niña guayaquileña en los años 80 hable con el ‘vale’ tan típicamente español. O trae a colación el ‘coche’, igualmente ibérico, en lugar del carro o el auto, como se dice en Ecuador.
A estos y otros ‘detalles’ (apellidos de un personaje que cambian sin explicación) o faltas ortográficas se suma la pérdida de vigor de la historia a partir de que aparece una Piedad adulta. Quizá con Pedro Máximo bastaba.
Ivonne Guzmán
Esa ciudad marginal
El protagonista del libro cierra los ojos cada que tiene sexo para sentir que, al menos mientras dura el acto, el mundo exterior deja de existir. Cada tanto lanza botellas al Estero Salado de Guayaquil, bebe hasta perder el conocimiento y se esconde debajo de la cama para no pagar el alquiler.
De pequeño vendía tortillas de queso y era azotado por sus padres si no llegaba con plata. Hasta que, harto de los castigos, decide huir de su casa. Más tarde descubre que afuera el asunto es aún peor. Guayaquil aparece como “la ciudad de la maldad y el pecado”; muestra sus cicatrices, que no son promocionadas en los afiches turísticos: la urbe marginal, con sus prostitutas, delincuentes, travestis, mendigos y barrios sin pavimentar en los que el agua sólo llega gracias a los tanqueros.
‘Historia sucia de Guayaquil’, del guayaquileño Francisco Santana, es una novela dividida en varios capítulos o un conjunto de relatos con un mismo narrador. Cualquiera de las dos lecturas que se practique es válida.
Uno puede saltarse los capítulos y los va a entender de todas formas. También puede leer un capítulo tras otro y descubrir que la historia es un todo.
En el libro aparecen bares del underground guayaquileño que existen o existieron: La Culata, Barricaña, El Gran Cacao… También personajes reales como Jimmy Mendoza o el Negro Lucho… Todo está escrito con un lenguaje directo, muy cercano al realismo sucio de Pedro Juan Gutiérrez y Rubem Fonseca.
El narrador asume el sexo como una suerte de redención. “¿Puede haber en este mundo algo más hermoso que una mujer abierta de piernas?”, se pregunta, y al instante entra en acción con descripciones en las que llama a las cosas por su nombre.
Arturo Cervantes
Palacio más allá de Palacio
Con una estructura a manera de rosario donde misterios gozosos, dolorosos y gloriosos van de acuerdo a los altibajos en las vidas del escritor Pablo Palacio y de quienes son perseguidos por su fantasma, Luis Carlos Mussó arma ‘Oscurana’.
La novela se suma a esa literatura en la literatura, donde un autor escribe sobre otro; pero Mussó, no necesita del plagio, sino que su pluma consigue traslucirse. El juego del lenguaje y de los registros para la escritura entra en relación con la prosa de Palacio, pero lo hace más con un oficio de riesgos y técnicas narrativas. Con el paso de las páginas, el vocativo muta en el fluir de conciencia, la narración omnisciente se abre al contrapunto dramático.
La descripción de los espacios, trasciende la topografía y deviene atmósfera. Los aires de los lugares pintan los territorios de la psiquis: el níquel de los hospitales juega con la lucidez quebrada de la enfermedad y el delirio húmedo del ebrio se pinta de un cerúleo aliento a cebada. Como la oscurana es puerta de la noche, las variaciones en la escritura son puerta hacia las dimensiones de Palacio. Esta novela se hace de visiones, pero no se duerme en la contemplación, sino que construye a personajes que empujan el relato. Las tramas en tiempos diferentes dinamizan la narración y responden a un anacronismo que se resuelve entre dos individuos: el escritor lojano y Alejandro, su obseso perseguidor.
Mussó prescinde del testimonio reconstructor de vidas, pues busca la torcedura para la ficción; personifica al mito literario desde este otro lado del espejo, se da a la recreación especulativa y febril (la historia y la biografía están en otras partes, aquí hay literatura -parece decir). Palacio es y no es Palacio, o al menos no ese Palacio que va de boca en boca.
Flavio Paredes Cruz