En poco más de medio siglo, las fiestas de Quito han configurado un imaginario sobre la ciudad. Los elementos para ese imaginario se baten entre la tradición y el estereotipo, sobre la memoria y las expresiones culturales; y, según las dinámicas sociales, se muestran como prácticas mutantes.
Una primera imagen de Quito llega desde la música, desde esas canciones cuyas letras presentan una ciudad embebida de romanticismo, un lugar “poblado todo en canciones, que brotan cual un rocío poetas y ruiseñores”. Entre el albazo y el pasacalle, las atmósferas siguen vendiéndose como de ‘balcones quiteños, balcones floridos’; pero la realidad solo devuelve una ciudad cada vez más dada al concreto, la modernidad y a los coros de voces que llevan a El chulla quiteño hasta la latosa repetición “y la Guaragua y la Guaragua, la Guaragua…”.
Son temas que se interpretan, cada vez menos, desde la guitarra y el canto, aunque se siga promocionando la idea de la serenata. Ahora esas canciones compiten con el reggaetón y la electrónica; mientras que ‘serenata’ es el nombre que bautiza al recital que se da en algún escenario de la ciudad, con músicos de ‘renombre’, boleto y butaca. Cuando la celebración se vive al aire libre, ya no se puede hablar de las fiestas populares en los barrios, con calles cerradas y orquesta (como el Chavezazo, R.I.P.); sino, y a lo sumo, de las seis noches de conciertos en Quitumbe y La Carolina.
Lo que permanece como termómetro de las fiestas en las calles son las pocas chivas –estas también cada vez más normadas– que recorren las mismas rutas en la ciudad; tomando en cuenta que esta práctica es relativamente nueva, en unas fiestas que tienen poco más de 50 años.
Pero esa ciudad romántica también está en las postales que se representan en las escuelas y colegios, donde se muestra a la Quiteña bonita desfilando con su vestido color pastel junto al ‘chullita’ de sombrero de cartulina. Y eso, pero elevado exponencialmente, se repite en la elección de la Reina de Quito, ritual fatuo que da inicio a las fiestas, certamen de modelaje con pretensiones sociales.
Un elemento en el imaginario de fiestas de Quito también es el cuarenta, el juego de cartas que salpicado de gracejo y fraseos se practica siempre que haya una baraja a la mano, pero que en diciembre se efectúa de oficina en oficina y de barrio en barrio hasta adquirir carácter de ‘mundial’. Otro juego que aporta en estas fiestas es la carrera de coches de madera, ahora ‘tuneados’ de metal y adaptaciones aerodinámicas y vistosas.
De una fiesta que nació popular y ciudadana se pasó a un festejo institucional lleno de regulaciones y permisos. Controles sobre el consumo de alcohol hacen que la vendedora ambulante de los canelazos corra al ver las gorras de los metropolitanos, antes de ser ‘museizada’ como patrimonio.
Si la condición para que una fiesta sea tal, es que sea extracotidiana, estas fiestas quedan en deuda, pues de ellas solo se vio el cliché. Hay quienes bogan que el ambiente lo hace uno mismo, que la belleza de Quito y la cordialidad de sus barrios están para ser celebradas; pero hasta que así sea, la sal quiteña cae en un sueño velado por la mojigatería de la corrección política y el cambio impuesto por los tiempos.