Dos veces estaría el agua fuertemente ligada a la vida de Paco de Lucía. Una, allá en 1947, cuando en la ciudad costera de Algeciras (España) nació bajo el nombre de Francisco Sánchez Gómez, hijo de Antonio Sánchez Pecino y Lucía Gómez, y quien desde los seis años hizo de la guitarra su acompañante de por vida. Otro momento que se cruza con este elemento natural es el de su fallecimiento el 26 de febrero, en la orilla de Playa del Carmen (México). Y desde entonces, el flamenco tiene en su Olimpo a uno de sus hijos predilectos.
A pocas horas de su muerte, prensa y gobiernos de todo el planeta hicieron de su instrumento la leña para calentar a los músicos que Paco de Lucía deja huérfanos. “Genio de la guitarra”, “pérdida incalculable”, “encarnación del alma flamenca”… Frases de consuelo que intentan resumir medio siglo en los escenarios de un hombre que revolucionó el flamenco al introducir en este género elementos como las castañuelas, el cajón peruano o la instrumentación sinfónica. Ayer ya se sintió el dolor por la partida del músico que no dudó en fusionar su estilo con el jazz, el blues o la bossa nova.
Para los expertos existen dos Pacos. El primero está construido por un hombre sin barba, de una cabellera en peligro de extinción y con la sed de empaparse de lo que la música pueda ofrecerle. Nueva York fue una de sus mecas musicales. De estos años,entre las décadas de 1970 y 1980, el crítico Brook Zern recuerda que Paco de Lucía en aquella ciudad conoció la riqueza de estar acompañado de un flautista o de un bajo eléctrico.
Pero la llegada del nuevo siglo marcó un giro. Todos vuelven a sus orígenes, dice un refrán. Él no escaparía a este designio. En ‘Cositas Buenas’ (2004), Paco de Lucía se muestra como un hombre forjado en el seno del flamenco; un músico que no olvidó el barrio gitano del que salió; un compositor cuya carrera se hizo con los cantaores.