Que la vida carece de sentido y finalidad, que el universo no merece sino desprecio, al igual que el hombre; que el dolor es la vía real hacia el conocimiento, así como el sufrimiento a la conciencia… Es apenas algo que se extrae de la lectura de los textos, aforismos y ensayos de Emil Michel Cioran; de quien ayer se recordaron los 100 años de su nacimiento.
Ya decía Cioran que pocas cosas había más terribles que haber nacido en Rasinari, Rumania (entonces parte del Imperio Austro-Húngaro), el 8 de abril de 1911. Acaso por ello se volcó apátrida al residir en París y al escribir en francés… (“No se habita un país, se habita una lengua. Una patria es eso y nada más”).
Tras años, insomnios y burdeles, breves apegos ideológicos y mayores desencantos, se apoyó sobre un fondo nihilista y absurdo, para hacer de la filosofía una poesía. Cioran hacía surgir ironías amargas para referirse a la ingenuidad y la tontería del pensamiento utópico; para soltar frases de un misticismo sin divinidad, pues amaba y odiaba a un dios desconocido… (“ ‘Señor, sin ti estoy loco, pero más loco aún contigo’ . Ese sería, en el mejor de los casos, el resultado de la reanudación del contacto entre el fracasado de abajo y el fracasado de arriba”).
Haciendo del pesimismo catarsis, dejó casi una veintena de libros, donde la vitalidad de la escritura contradice sus perspectivas, el desengaño del desengaño… Siempre provocador, con la negación como gesto primordial y con la sospecha como actitud ante el mundo, pero sin la arrogancia del escéptico… (“Siendo el hombre un animal enfermizo, cualquiera de sus palabras o de sus gestos equivale a un síntoma”).
Marginal siempre, se contaban entre sus amigos Eugène Ionesco, Samuel Becket, Paul Celan y Henry Michaux. En el 41 conoció a quien fuera su esposa Simone Boué. La vio en un comedor universitario, lugar que visitaba también cuando dejó los estudios para recorrer Francia en bicicleta. No fue ni profesor ni conferencista, ni cualquier otra labor que lo apartase de su ejercicio del ocio… (“Para poder vislumbrar lo esencial no debe ejercerse ningún oficio. Hay que permanecer tumbado todo el día y gemir”).
Decía Cioran que vivía únicamente porque podía morir cuando quiera y que sin la idea del suicidio, hace tiempo que se hubiera matado. Finalmente, se fue en 1995, en París. En sus últimos días había caído, acaso con carcajada silenciosa, en las brumas del Alzheimer… (“Quien vive sin memoria no ha salido aún del Paraíso: las plantas continúan deleitándose en él. Ellas no fueron condenadas al Pecado, a esa imposibilidad de olvidar; pero nosotros, remordimientos ambulantes”).
Recién, el traductor de sus textos al español, Fernando Savater, caminó por entre las tumbas de Montparnasse hasta la lápida del pensador, para recordar que nunca supo si hablaba en serio… o quizá para sentir su silencio… (“Un silencio abrupto en medio de una conversación nos hace volver de repente a lo esencial: nos revela el precio que debemos pagar por la invención de la palabra”).