Un no vidente y su acordeón acompañaban al frío que se extendía por las afueras de la Iglesia de La Compañía, en el Centro Histórico de Quito, la noche del lunes. La gente que esperaba para ingresar al primer concierto nocturno del Festival de Música Sacra escuchaba en el acordeón, el sonido colombiano de La Mucura (mama no puedo con ella…), mientras un hombre vestido de Chapulín Colorado caminaba por la acera arrancando alguna risa… Una escena típica del Centro Histórico de Quito.
Tras abrirse las puertas del templo barroco, ante el deslumbramiento del pan de oro y del arte colonial quiteño, el público se acomodaba en las bancas; donde entraban cinco se sentaban seis y algunos permanecieron de pie.Pronto, el Cuarteto Internacional de Quito llevó a cabo el preámbulo. De las cuerdas salieron los sonidos de la ‘Iglesia Sonata en Do mayor’, de Mozart; y de la introducción y las sonatas 5 y 7 de ‘Las siete últimas palabras de Cristo’, de Joseph Haydn. El ambiente estaba preparado. Llevado por lo ceremonioso de la música, el público cambió de actitud.
Algunos rostros, los más, se mostraban tan solemnes y serios como el del compositor Johannes Sebastian Bach en el retrato que se incluía en el programa de mano. Cualquier ruido extraño a ese ambiente, cualquier reclamo, risa o sollozo infantil eran censurados por una audiencia ávida de escuchar la Cantata N° 4. Esta pieza del compositor alemán lleva el título de Cristo yacía en las ataduras de la muerte.
Entonces, ante la inmovilidad de los santos, las Voces Cantantes de Quito, coro de unas 40 personas, los instrumentistas de la Orquesta de Cámara Internacional, los solistas (soprano, contralto, tenor y bajo), y el director Johannes Dering–Read ocuparon sus lugares cerca del altar mayor.
De inicio fue la sinfonía de cuerdas, a la cual siguieron las voces del coro, que se elevaban hasta el artesonado del templo con el primer verso de la cantata (Cristo yace en la cruz de los lamentos). El coro volvería a cantar en dos versos más: el cuarto (Hubo una guerra increíble) y el séptimo y último (Comemos y bebemos).
Los otros versos, por su parte, fueron responsabilidad de la soprano Karina Benalcázar (versos II y VI), la contralto Diana Galarza (II), el tenor Iván Acosta (III y VI) y el bajo Santiago Guevara (V). A cada verso seguía el reconocimiento de la audiencia; solemne, sí, y satisfecha también.
Según el juicio del público, entendido en su aplauso generalizado, la interpretación fue buena. Poco a poco el templo se quedó vacío, el frío y la calle volvieron a habitarse, pero ya no hubo no vidente ni acordeón.