Nacieron al mismo tiempo hace más de 500 años y en el mismo lugar, pero tuvieron padres diferentes. Son las Giocondas. Entre 1503 y 1510, Leonardo Da Vinci pintó una de ellas. La que se ha convertido en una de las obras más importantes del Renacimiento y de la historia del arte. Y a la vez, uno de sus discípulos pintó la otra. Durante 14 años la segunda ha permanecido arrinconada en una sala del Museo del Prado a estar considerada como una de las muchas copias realizadas con posterioridad y por tanto de menor categoría.
El hecho de estar pintada sobre madera de roble, un material que no usaban los artistas florentinos, llevó a pensar que lo había hecho un artista flamenco u holandés. Sin embargo, hace dos años la obra comenzó a ser restaurada y tras los trabajos se comprobó que detrás de un fondo oscuro había en realidad un paisaje oculto. Y también se descubrió que la pintura no estaba hecha sobre madera de roble sino sobre nogal. Aquellos descubrimientos llevaron a la conclusión de que la copia no era una simple copia, sino que había sido realizada en el mismo taller de Leonardo por un discípulo del artista y a la vez que el original.
Después de meses de restauración, mañana se va a celebrar la puesta del cuadro y su exhibición en el Museo del Prado, donde se va a poder visitar hasta el 13 de marzo. Luego viajará a París para que 500 años después, se reencuentre en el Museo del Louvre con su hermana gemela.
Ana González Mozo, de la pinacoteca madrileña, anunció en la National Gallery de Londres -coincidiendo con la gran exposición que se dedicó al maestro-, que La Gioconda del Prado era más relevante de lo que se creía. Que no era una simple copia, sino que había sido pintada a la vez que la original ya que las máquinas de infrarrojos y las radiografías mostraban que los arrepentimientos de la copia son idénticos a los que Leonardo ejecutó en La Gioconda. Es decir, mostraban que la mano del discípulo había seguido a la del maestro.