Si pone atención, ahora mismo, a su alrededor está sonando eso que John Cage llamaba música. El ruido perturbador de una licuadora en acción, esa especie de rumor emitido por el motor encendido del bus escolar que espera detenido en la calle, el ulular de un viento tan fuerte que lo mece todo, la percusión producida por los pasos de alguien que se acerca, usted mismo sonándose o tosiendo.
Estos y cientos más son los sonidos que componen la música creada por Cage, un hombre que, de vivir, hoy 5 de septiembre se hubiese convertido en centenario, y cuya particular forma de entender la vida influyó rotundamente en la música del siglo XX. No por cómo suena, sino por lo que propone: no hay ninguna barrera que oponga el arte a la vida.
Un periodista, al comentar una de sus piezas, llegó a decir que escuchar su música es equiparable masticar arena. Para ir más allá del campo de los gustos, también cabría decir que con aquellos sonidos calificados de esperpénticos John Cage logró“revolucionar el mundo sin cambiarlo”; en palabras del escritor colombiano Carlos Granés, en su libro ‘El puño invisible’, un ensayo sobre cómo las vanguardias artísticas del siglo XX influyeron la forma en que vivimos actualmente mucho más que las revoluciones políticas.
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En una entrevista dada en 1991, un año antes de su muerte, se explica. “Cuando escucho eso que la gente llama música, tengo la impresión de escuchar a alguien que está hablando de sus sentimientos, de sus ideas, de sus relaciones. Pero cuando escucho el sonido del tráfico, aquí en la 6ta Avenida, no siento que alguien está hablando sino que el sonido está actuando.Y eso me satisface totalmente, porque no necesito que el sonido me hable. La gente cree que los sonidos simples son inútiles, pero yo amo los sonidos por lo que son, y no necesito más. Solo quiero ser un sonido”. El mero hecho de existir como arte, la actividad más nimia como arte (cualquier parecido con Instagram ¿es mera coincidencia?).
Algunos dicen que Cage es el padre de la música experimental. Pero como menciona Granés en ‘El puño…’, Cage no es el precursor, pues “la idea de crear música con ruidos ya la habían tenido los futuristas italianos”; de hecho Luigi Russolo escribió en 1913 el manifiesto ‘El arte de los ruidos’, que proponía ir en busca “de la infinita variedad de sonidos-ruidos”. Pero Cage no se sentía inspirado por Russolo –aunque compartían la fascinación por las máquinas– y prefería pensarse como vástago musical del compositor francés Edgar Varésse.
Russolos y Varésses aparte, hay tres nombres que configuraron decisivamente la vida y obra de Cage, que a su vez, y casi sin querer, configuró la forma de ver la vida de millones de nosotros.
Schoenberg y el zen
Tras dejar la universidad en Estados Unidos, Cage viajó un año y medio por Europa. Y a principios de la década de los 30 fue alumno, primero de Henry Cowell, y luego de Arnold Schoenberg, con quien empezó su formación como compositor. Siendo Schoenberg un innovador radical de la música académica, esta cercanía temprana marcó decisivamente la propuesta de Cage.
Pese a que los estudios musicales tienden a encasillar a Schoenberg como creador de la música atonal, él detestaba esta etiqueta porque creía que malinterpretaba su intención. En la década de los 20 desarrolló la técnica dodecafónica y todo cambió.
Pero ni Schoenberg sería tan definitivo para Cage como su relación con el budismo zen. De repente el I Ching (el ancestral texto oracular chino) se volvió parte de su método de composición; dejando todo a merced de ese caos que es la vida, entendiendo al arte en general como una especie de terapia. “Si se enseñaba al público –apunta Granés– a apreciar cada uno de los ruidos que conformaban el trasfondo sonoro de su existencia, las personas aprenderían a acepar la vida tal como era (…)”.
Duchamp, su ídolo
No fue amor, pero sí devoción a primera vista. En 1943, en la casa de Peggy Guggenheim, Cage conoció a Marcel Duchamp, el ‘antiartista’, con quien compartía la idea de borrar la distinción entre arte y vida, y desde entonces dedicó buena parte de su energía a difundir, poniéndolo en práctica, el pensamiento del dadaísta.
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Al contrario de Duchamp, que era un escéptico, Cage era un optimista –sin embargo no faltó quien lo tachara de ‘utopista agrio’– y creía en una vida maravillosa a la que solo debíamos dejar actuar. Solo cuando su ídolo había muerto se atrevió a confesar que le costaba entender su obra. Tenían objetivos similares, pero estaban en frecuencias distintas.
Como dice Granés en su libro: a diferencia de Duchamp, “Cage se tomaba muy en serio su actividad artística. Con sus piezas no solo pretendía cambiar la percepción musical sino el pensamientos occidental, echando por tierra (…) las diferencias entre ruido y música, arte y no arte, bello y feo, intención y no intención”.
Cunningham, el amante
Si bien Cage y el coreógrafo y bailarín Merce Cunningham no procrearon un hijo humano sí dieron vida a uno artístico: el happening. Nació en 1952, en Black Mountain College. Cage organizó una obra de arte totalmente dejada al azar, sin guión y que reunía todas las actividades creativas a la vez. Mientras David Tudor tocaba el piano y Cunningham y otros bailaban, Charles Olson y Mary C. Richards declamaban; Rauschenberg, por su parte, pinchaba discos de Edith Piaf en un fonógrafo y proyectaba películas sobre sus cuadros blancos…
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Un primer encuentro en 1938, en una clase de baile, los juntó de por vida. Por entonces casado, Cage y su esposa Xenia sintieron atracción inmediata por un Cunningham de 18 años; formaron un trío que no tardó en convertirse en una pareja conformada por el compositor y por quien se convertiría en referente de la danza contemporánea estadounidense.
Ambos fueron en pilares de la movida cultural de la época, y con la pieza ‘Credo in Us’ incursionaron en un nuevo campo: la relación de pareja como musa, algo que hace bien en apuntar el activista ‘queer’ Jonatahn Katz.