Recuerdo al maestro, leo al poeta y hallo al amigo. Julio Pazos contesta el teléfono y le suelto la idea de esta crónica: invadir su privacidad, ser testigo de su cotidianidad: un día a día que adivino calmo en sus años de jubilación… pero, nada que ver. Acepta y, como empujando la puerta que me lleva a la confianza, me resume su lunes: fototerapia para la psoriasis, cumplir el encargo de su hijo, una visita a la notaría… “Julio, quedamos para mañana”, me despido.
En el cuarto piso del Centro Cultural de la Universidad Católica, el poeta, en tono grave y con pausas que ayudan al orden del discurso, dirige una clase magistral de Apreciación del arte. La modernidad y Sartre o la influencia del pensamiento freudiano pasan por su voz. Que la alegría es intangible, es una idea que se le cruza cuando dice que el arte responde a la percepción. Y así trata del grupo VAN, que en el 68 fue contracorriente y disidencia, para con las artes visuales del país.
Una docena de cabezas asiente ante sus palabras, en un diálogo mañanero entre saber y curiosidad. La clase está por terminar; para la expectativa, Julio nombra a los pintores conocidos como ‘Los Cuatro Mosqueteros’, el tema de la próxima sesión.
Julio camina por la Universidad Católica, en donde se graduó y se jubiló. Suele andar hasta su casa en La Floresta siempre que el frío no le inyecta dolor en la pierna; esta vez, un sol breve no puede con la temperatura baja; entonces, le señalo donde está mi auto.
Por la tarde -comparte- asistirá a la presentación de un libro sobre Velasco Ibarra. Allá iremos. Tras un plato de mote, un poco de queso amasado y jamón serrano, bebemos un café. Ahora, soy cómplice de esa díada formada por Julio y su esposa Laura Carrillo. El tiempo se llena de recuerdos, reflexiones y anécdotas; con él se comprueba eso de “el arte de la conversación”. Me cuenta vivencias de su juventud y madurez, de su familia, de sus viajes, de sus amigos, de su Baños natal, desde donde empezaba a levantar un país con textos libres.
“¿Chal o macana?”, le pregunta Laura ya alistándose para salir a la Sociedad Bolivariana de Ecuador, donde se presentará el libro sobre Velasco Ibarra. “Chal… no es espectáculo como para ponerse la macana”, responde Julio. Laura conduce, atrás queda La Floresta y más cerca el Centro Histórico, la calle Olmedo. El acto es en una casa colonial: puerta pequeña, zaguán, escaleras de madera y un amplio salón donde se han reunido los cofrades.
“¿Queréis revolución? Hacedla primero dentro de vuestras almas”. La voz del ‘Profeta’ golpea desde la proyección de un archivo audiovisual. La audiencia, en silencio, respira, evoca. Entre tantas calvas y canas distinguidas, la cabeza de Julio: coronada de blanco y levemente inclinada a la izquierda; los brazos cruzados, la escucha atenta, la solícita compañía de Laura, los recuerdos acercándose en un extenso mapa. “Sin amilanarse, sin amilanarse”, remata el dedo de Velasco.
Pazos, como hipnotizado por una peonza, recrea memorias de infancia. Cuando empezaba a hablar, sus padres le exigían que repitiese: ¡Viva Velasco Ibarra! Y él, en el intento ingenuo, respondía: ¡Viva Velascarra! Una sonrisa le devuelve al presente, al salón donde la gente empieza a moverse bajo la mirada severa de los prohombres de Latinoamérica, en charreteras y al óleo.
“¿Velasquista, Julio?”, le pregunto, mientras Laura trae tres copas hasta la mitad con el ‘vino de honor’. “Mis papás”, responde y luego desovilla un relato que lo coloca con ‘smoking’, del brazo de su esposa, en el acto de posesión del quinto velasquismo; relato que concluye con él como testigo de los estertores del ex Presidente, en el 79, en la Clínica Pasteur.
Por una parte, Velasco era amigo de la familia de Laura, de su madre, Zoila Yánez, educadora y dirigente velasquista; a tal punto que Laura vigilaba el desayuno del ‘Profeta’ para comprobar que no estuviese envenenado. Por otra, Julio, apenas salió de Baños, fue a parar al Palacio, donde trabajó revisando los textos poéticos de Corina Parral, la primera dama. Si bien ha estado alejado de posturas políticas, las invitaciones presidenciales de las que ha sido sujeto han hecho que -según cuenta- un ‘amigo’ poeta le llame áulico de Carondelet. Lo toma como una broma desafortunada.
¿Quién, por Presidente o estudiante que sea, no quisiera conversar con Julio Pazos? Tiene la anécdota, legado de las vivencias; el humor, reflejo del genio; la sabiduría que resulta de la curiosidad, de la investigación, de la formación, de la creación, de la simpatía. En las charlas están los encuentros con Adoum y Efraín Jara, las reuniones en la Academia de la Lengua, lo vivido como profesor, como asesor, como escritor, y están sus libros y están sus hijos, Alexis, Yavirac y Santiago.
Julio apura el tercer tinto, se despide y baja a la fría noche. La oscuridad apenas cede ante el fulgor que enciende un cigarrillo blanco. Laura conduce.
El miércoles, por la mañana, llego a su casa, de aromas y sabores, de libros y pinturas. Es una casa en la que Julio ha vivido por 35 años y en cuya planta baja, El Ajicero Restaurante sirve sus mesas a comensales y amigos. Un retrato pintado por Viteri, un perfil hecho por Zapata, varias composiciones de Miguel Betancourt, alguna de Unda, otra de Iza. Arriba, una biblioteca, una mesa, un escritorio. Los libros se distribuyen por artes, literatura hispanoamericana, poesía ecuatoriana, lingüística, cocina internacional, cocina ecuatoriana… Los lomos de los libros dejan ver su antigüedad y se disputan por un espacio en esos anaqueles, adonde siempre llegan nuevos textos, dispuestos al desorden que ocasiona terriblemente feliz su bisnieta. Laura y Julio, ‘chochos’.
Sentado frente al computador, Julio revisa unas fotografías de arte colonial, luego marca al sitio web del Diccionario Panhispánico de Dudas como uno de sus favoritos, así se le facilita el acceso. Después busca El Murcielagario, espacio digital que este Diario inauguró, con la voz y poesía de Pazos. Busca los comentarios, se complace, se perturba, ¡qué disgusto! alguien lo llama petulante y narcisista; pero ¡qué gusto! El resto lo aclama, lo admira. Reconoce a un viejo pariente suyo que ahora habita en Queens, Nueva York, busca saber más, ver su foto, lo recuerda. Tras un café con bizcochos y queso amasado, salimos.
Entramos a la Casa de la Cultura. Los abstractos del guayaquileño Theo Constante se bañan de luz y Julio los mira, se queda frente a un cuadro, descubre un colibrí y analiza esa técnica; halla la marca de Matisse, el gesto de Van Gogh, algo de fauvismo, algo de expresionismo geométrico; sigue el trazo del pincel, la presencia de la espátula; yo sigo su paso lento.
Conduzco por la 6 de Diciembre, dejo a Julio en una cita médica. Después de una hora regreso. “Todo muy bien”, dice. Cuando llegamos a su casa, ofrecen el almuerzo. Pasamos de la crema, al pollo y a la espumilla, y de un tema a otro, hasta la sobremesa. Lupe, una vecina, también comparte la mesa y la conversación.
“Fuimos por una medicina a un centro naturista -Laura maneja el relato- al bajar del auto me quitan la cartera, yo que le sigo al ladrón, lo empujo y cuando estaba sobre la vereda, me saco el zapato y le golpeo con el taco en la cabeza… recuperé mi bolso y me pregunté por Julio, cuando lo veo: pálido, sin saber bien qué pasaba”.
Laura continúa y Julio se excusa para lavarse la boca. Minutos después lo veo a través de la ventana, exhalando el humo de otro cigarrillo y su mirada jugando con el vacío; creo que es entonces cuando Julio se encamina, pies quietos en tierra, hacia esa ciudad de las visiones, que se abre solo para los más poetas. O hacia una vida en los bosques, junto al lago Walden, como la que escribió Henry David Thoreau, en aquel libro definitivo para el poeta baneño.
La tarde nos espera con viandas en la Universidad de las Américas, donde Carlos Gallardo nos recibe cordial y con palabras de admiración para con Julio, “el padrino de la gastronomía ecuatoriana”, “nuestra wikipedia de cocina”, “el maestro y el ejemplo”. El motivo de la cita es que Julio sería jurado de un concurso de colada morada (algo que no pude presenciar; mi conciencia y mi gusto se arrepienten). Una vez solventadas todas las dudas, Gallardo nos guía por las aulas, Pazos es saludado y reverenciado por estudiantes y chefs. En una mesa nos acomodamos y la charla gira en torno a los sabores tradicionales del Ecuador. Aprendo, comprendo, me sorprendo. Con una botella de vino acompañamos platos con los que el chef nos deleita y brindamos por todo, por la charla, por la comida, por la poesía, por Julio.
Otra vez, recuerdo al maestro, leo al poeta y hallo al amigo.