La fachada del inmueble fue sacada de un cuadro suyo y el diseño arquitectónico fue trabajo de su hermano Gustavo. Los 3 000 metros cuadrados donde vivió Oswaldo Guayasamín (1919-1999) son, desde hoy, una Casa Museo: un espacio dedicado a mostrar las obras y los objetos que matizaron la existencia del pintor.
La apertura de la Casa Museo Guayasamín se da en un año en el que la imagen del artista ha girado por el mundo. Muestras retrospectivas en Brasilia (‘Continente mestizo’) y Cádiz, y una cátedra que lleva su nombre en la Universidad SEK, lo prueban. A eso se suma el décimo aniversario de la Capilla del Hombre, a cuyo circuito se integra hoy el Museo, en un complejo de 20 000 metros cuadrados, sobre la colina de Bellavista, en el flanco oriental de Quito. Por todo ello se programó el ‘Encuentro con Guayasamín’, cita que organizó una serie de conversatorios académicos y la cuarta edición del festival musical Todas las Voces Todas.
Mas para que esa casa vuelva a abrirse han sido necesarios 13 años de desazones, pleitos y reparticiones por cuestiones de herencia. Una vez solventadas las disputas entre los Guayasamín Monteverde: Saskia, Pablo, Cristóbal y Berenice, y las Guayasamín DePeron: Yanara, Shirma y Dayuma; Pablo Guayasamín hace de guía en un recorrido por la casa. Lo primero que se ve es la sala y el comedor, donde se muestra la colección de arte colonial (calvarios, vírgenes, retablos y cuadros) y de arte prehispánico: una pared de platos y figuritas que se conservan en un armario gótico. A cada paso alguna pieza deja ver esa preocupación del pintor por hacer de su patrimonio un museo, que muestre las vertientes de la cultura nacional.
Tras el reparto, los Guayasamín Monteverde han puesto su herencia de bienes culturales al servicio de la Fundación y con ello han montado la Casa Museo. Basándose en fotografías han ubicado todo de acuerdo a la disposición en la que lo tenía su padre. Donde falta una pieza, que ha parado en manos de otro sucesor, ellos han colocado un reemplazo de entre las muchas piezas de colección que se hallaban embodegadas.
En la recámara, se ve la cama del maestro, su colección de figuritas eróticas precolombinas (mermada de 70 a 40, por divisiones de sucesión), su ropa en el vestidor, trajes, calcetines y camisas de trabajo manchadas de pintura. Un cajón devela una afición: el uniforme del Papá Aucas. Luego, una pared que -según Pablo- “pagaría toda la casa”. Y razón no le falta, sobre el muro cuelgan un Chagall, un Picasso, un Benjamín Palencia, un Portocarrero, un Castagnino, un Rendón Seminario, un Muñoz Mariño, un Roberto Mata, un De Sucre … Más firmas famosas se multiplican por los rincones: en una antesala se puede hallar un Miró o un Juan Villafuerte, en un corredor un Isabel Pons, un Wilfredo Lam, un Cavalcanti; en el recibidor una colección de primera edición de Goya. Y, también, los Guayasamín, estudios, desnudos o paisajes.
También hay esculturas desde el barroco quiteño de Caspicara, hasta un caballo chino de marfil o los guerreros terracota que custodian los patios. Mientras que en la biblioteca hay libros de arte ecuatoriano y universal, catálogos, una hemeroteca que compila las notas de prensa sobre Guayasamín.
En una de las gavetas del baño de la Casa Museo, los dientes del pintor, ¡reliquias del maestro! Si hay sitios que conservan la punta de la lanza de Longinos o el manto donde –se supone– se estampó la Santa Faz; aquí en Bellavista, la toilette de Guayasamín conserva sus molares, piezas de blanco marmóreo adheridas a placas metálicas. Pero también las brochas y las navajas con las que se afeitaba, en ese baño, ahora abierto no para el uso sino la visita y la admiración de todos.
El paseo despierta reflexiones: La pintura de Guayasamín tiene un valor enorme para el arte universal, el gesto desgarrado, el trabajo de líneas, la paleta intensa; esos cuerpos del dolor, el hambre y el conflicto del hombre, del latinoamericano, del indio, al que pintó desnudo, despojado de exotismo; ese Quito, pintado de magma, viento o sangres. Si bien su trascendencia ha sido asumida por devotos o enemigos (ya en los 50 el grupo VAN apuntaba hacia otras estéticas y la crítica Martha Traba lo calificaba de ‘pintura transaccional’), no es cuestión de estar a favor o en contra de Guayasamín; sino de ver las virtudes del artista en su dimensión humana, reconocer el defecto inevitable y cuestionar esa especie de culto que busca hacer de este pintor una figura mesiánica.
Un culto a la personalidad preservado por frases suyas. Quién no advierte un tono divino en “Mantengan una luz encendida que siempre voy a volver”, o la omnipresencia atemporal en “Vengo pintando desde hace tres o cinco mil años, más o menos”, o la autodenominación que empató con la promoción de “Yo soy un indio . ¡Carajo!”. Un culto que también se extiende, por esa idea que hace pensar que nadie hubiese existido antes, y nadie después de él en la plástica ecuatoriana.
Ya lo apuntó el crítico Hernán Rodríguez Castelo: “Guayasamín es el único pintor ecuatoriano del siglo que ha asumido carácter de monstruo, sagrado para unos, nefasto para otros. Ello ocurre porque no se distingue entre su pintura misma y todo el aparato montado en torno a ella”.
Es que Guayasamín es también el artista relacionado hasta la fatiga como imagen o dogma estético de la nación, desde los diferentes poderes de turno (anteanoche, en Todas las Voces Todas, concierto organizado también por la Fundación Guayasamín, se saludaba al “amigo Presidente”, con canción y video incluido). Y el pintor tuvo responsabilidad en ello, pues también trabajó un arte estatal -del mismo modo que sus referentes mexicanos-, a tal punto que sus murales decoran el Palacio presidencial, el edificio de la Asamblea, la Universidad Central o la Prefectura de Pichincha.
La figura del pintor es venerada casi como símbolo nacional. Pero no solo es ícono desde lo oficial, también lo es desde lo popular; así se explica que el ‘estilo’ Guayasamín se reproduzca cada fin de semana en El Ejido o se multiplique en camisetas y ‘souvenirs’. en ese vaivén de ideas sobre el pintor también aparece el Guayasamín amigo de Fidel, apadrinado por Rockefeller, premiado por Franco, retratista de monarcas y activistas; el del patrimonio cuantioso -autos clásicos incluidos-, pero que lamentaba la pobreza de su ‘raza’; el pintor de la ternura, arrebatado por la ira: vida de hombre, contradicciones de artista.
En su taller de pintura, donde ahora se exhiben sus materiales de trabajo y su colección de música. La paleta, las espátulas, los colores. Donde quedaba su taller de escultura, ahora se abrirá una sala de exhibición con su obra de caballete. También habrá una tienda de serigrafías, joyas y otros accesorios diseñados por el maestro. Al salir están la cava, la piscina y antes del horizonte de Quito, la cúpula de la Capilla del Hombre.
A la sombra del Árbol de la vida reposan sus restos dentro de una vasija de barro. Junto a él descansa Jorge Enrique Adoum, el poeta, el amigo, el defensor ante la crítica. Parece que todo lo que fue Oswaldo Guayasamín confluye en el postrero vistazo, en el último párrafo: arte, identidad, personalidad, mercado, polémica, culto…
Programa
Hoy a las 12:00, se abre la Casa Museo Guayasamín, espacio que se integra al circuito de la Capilla del Hombre.
Una tercera jornada musical se da hoy en la plaza Integración Americana, de la Capilla del Hombre. La cita es a las 14:00. Allí actúan León Gieco, Piero, Sebastián García y otros.
Como parte del ‘Encuentro con Guayasamín’, el filósofo francés Edgar Morin visitó el país. También se desarrolló el foro ‘Nueva gobernabilidad’.
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